Nicolás regresa a casa cuando ya el cielo empieza a oscurecerse. La jornada de trabajo ha sido larga, pero no pesada. El recuerdo de los bentos que Reik le preparó durante la mañana todavía le arranca una sonrisa cada vez que piensa en el puré con forma de panda.
Empuja la puerta principal con el hombro, sacudiéndose la nieve de las botas. El calor del interior lo envuelve como una manta suave, y de inmediato, algo lo golpea.
Un aroma. Floral. Dulce. Ligero, pero penetrante.
No es el olor del jabón de su madre, ni el de los detergentes que usan en casa. Es otro tipo de fragancia, uno más... natural. Reconocible. Inconfundible.
Omega.
—¿Mamá? —pregunta desde lo alto de las escaleras, con el corazón acelerado—. ¿Quién estuvo en mi habitación?
La voz de Matilde llega desde la cocina, cansada pero serena.
—Le pedí a Livia que me ayudara y trajo a Reik, le pedí que te echara una mano. Sé que estás trabajando más y no tienes tiempo. Él se ofreció a ayudarme.
Nicolás siente cómo se le seca l