Renaciendo en el hielo.
Pasaron semanas antes de que Reik pudiera mirarse al espejo sin romperse por dentro.
El hospital lo dio de alta tras varios chequeos. Le explicaron que no había nada físicamente dañado… excepto por lo más importante: su alma. Su pecho estaba hueco. Su vientre, un recordatorio cruel de lo que había perdido.
Los días siguientes los pasó en silencio, caminando por el jardín con pasos cortos, o sentado en la vieja mecedora de su abuela, mirando hacia las montañas.
Nicolás pasaba todas las tardes.
A veces con fruta fresca.
Otras, con libros que decía que no iba a leer.
A veces solo con su presencia, sentado a su lado, hablando de cosas sin importancia.
—¿Sabías que las abejas no pueden ver el color rojo? —dijo un día.
—¿Ah, no? —respondió Reik, con una leve sonrisa, la primera en mucho tiempo.
—No. Así que, si alguna vez te disfrazas de flor roja, estás a salvo.
Ambos rieron. Por unos segundos, el dolor se volvió más liviano.
Un mes después, llegó la noticia.
Omar fue declarado culpable. Agresión agravada. Amenazas. Lesiones. Y la pérdida del feto como agravante emocional.
Cinco años de prisión.
Cinco años en los que Reik podría volver a respirar. Dormir sin sobresaltos. Caminar sin mirar por encima del hombro.
Pero no se sentía libre. Solo… menos en peligro.
—¿Y si vuelves al hielo? —sugirió Livia una tarde, sirviendo una taza de té.
Reik la miró con tristeza.
—No puedo.
—¿Y si no patinas… pero enseñas?
Él parpadeó, confundido.
—¿Cómo?
—Nicolás me dijo que necesitan instructores en la pista municipal donde trabaja. Dice que se te iluminaban los ojos cuando patinabas. ¿Por qué no vas solo a mirar? Si te agrada la idea puedes trabajar allí.
Reik se quedó en silencio.
La pista de patinaje no era como la de la ciudad. Más pequeña, con paredes de madera clara y un techo alto lleno de luces cálidas. Pero al entrar, un escalofrío familiar lo recorrió. Hacía años que no sentía ese tipo de calma.
Nicolás lo acompañó.
—Cuando estés listo —dijo él—. Yo hablé con el encargado. Puedes venir como voluntario, ayudar a los niños a ponerse los patines, dar consejos. Sin presión. Si te agrada y estás de acuerdo te dará el empleo de instructor general, tendrás tu propia oficina y un horario flexible. No tienes que llevar a nadie a las finales o competencia esto es algo menos competitivo solo deportivo.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Soy el encargado de mantenimiento —sonrió Nicolás—. ¿Quién tú crees que pule el hielo por las noches?
Reik rió bajo.
—Tú y tus músculos deberían estar en una competencia, no en una pista de pueblo.
—Mi competencia está aquí —murmuró, pero no lo dijo en voz alta.
Los días pasaron.
Reik comenzó a ir en las mañanas, solo para observar. Poco a poco, algunos niños se acercaron, curiosos por ese chico callado de rostro triste pero manos pacientes.
Un sábado, una niña se cayó de cara y lloró desconsolada. Reik la ayudó a levantarse, le limpió la nariz con su manga y le dijo:
—El hielo siempre se siente frío la primera vez. Pero después, te acostumbras.
—¿Es cierto?
—Si quieres te enseño cómo se hace.
Ella le sonríe.
Y ese día, Reik volvió a patinar para enseñarle cómo todo puede ser posible.
No como antes.
No como el campeón que había sido.
Pero como alguien que estaba sanando.
Nicolás lo seguía visitando. Con comida, libros, risas tontas. Pero algo había cambiado. Ya no lo miraba con la misma intensidad.
Se había resignado a que Reik no lo vería nunca como algo más que un amigo.
Porque cuando el corazón de alguien se rompe tan profundamente, uno no espera que pueda volver a amar.
Aun así… se quedaba. Día tras día. Cerca. Presente.
Porque Nicolás sabía algo que Reik aún no:
El hielo también puede ser hogar.
Un mes después, y luego de que Reik aceptara el trabajo, Benz apareció como caído del cielo.
Diecinueve años, sonrisa luminosa, piernas largas y una confianza típica de quien nunca ha sido rechazado. Un alfa joven, recién mudado al pueblo con su madre. Quería seguir los pasos de los patinadores olímpicos y buscaba a alguien que lo guiara. Pero en las montañas no lo lograría.
—Dicen que tú fuiste profesional —le dijo a Reik, la primera vez que lo abordó—. Te pago lo que quieras, pero enséñame.
Reik, aunque dudoso, aceptó. No por vanidad. Por necesidad. El dinero seguía escaseando y su abuela no aceptaba que él trabajara tanto en casa. Además… enseñar lo hacía sentir útil.
Benz era un buen aprendiz.
Atento.
Dedicado.
Pero también insistente.
—¿Y si después de clases vamos a tomar algo?
—Estoy ocupado.
—¿Tal vez una caminata al lago?
—No, gracias.
—¿Y si vienes a casa? Mamá cocina delicioso.
La incomodidad creció. Y Nicolás lo notó.
Un miércoles, después de un mes, Reik intentaba librarse del agarre insistente de Benz en medio del pasillo trasero de la pista. No era violento, pero sí invasivo.
—Vamos, solo una salida —decía Benz—. Me gustas. Lo sabes, ¿no?
Antes de que Reik respondiera, una sombra se interpuso entre ellos.
—¿Hay algún problema? —la voz grave de Nicolás congeló el momento.
Benz tragó saliva. El imponente alfa mayor, sucio de grasa y con el uniforme de mantenimiento, lo miraba como si estuviera a punto de lanzarlo por la ventana.
—Solo hablábamos.
—Parece que Reik no quiere hablar contigo.
—¿Y tú qué eres? ¿Su guardaespaldas?
—No. —Nicolás alzó una ceja—. Soy el que sí entiende cuando alguien dice “no”.
Benz retrocedió. El silencio fue el golpe final.
Después de eso, el joven dejó de insistir.
Esa noche, Nicolás no dijo nada. Pero se fue a correr. No por rabia.
Por determinación.
Reik, pensativo, lo vio desde la ventana salir con sus botas gruesas y regresar empapado de sudor dos horas después.
Y así fue durante días.
Luego semanas.
Luego meses.
Nicolás dejó el pan dulce.
Comenzó a llevar almuerzos con ensaladas y carnes magras.
A levantar troncos gigantes en el bosque como si fueran pesas.
A sudar sin descanso.
Cuando Reik preguntó, él solo sonreía:
—Estoy aburrido de ser el “oso perezoso del pueblo”.
Pero la verdad era otra.
Se estaba convirtiendo en algo que Reik no pudiera ignorar. Le da la impresión de que a Reik le gustan los tipos lindos y con un físico cuidado.
La primavera trajo flores… y deshielo.
El lago, antes congelado, ahora brillaba bajo el sol como un espejo líquido. Livia propuso un día de campo con unos vecinos. Reik accedió. Nicolás, como siempre, fue también.
—¿No vas a bañarte? —preguntó Reik, ya con los pies en el agua, rodeado de niños.
—Hace años que no nado —dijo Nicolás—. Pero... supongo que ya es hora de calentar los musculos.
Se quitó la chaqueta, luego la camisa y de último la franela.
Y Reik se quedó en silencio.
Había dejado atrás al chico grande y redondo que recordaba.
Su espalda era ancha. Sus brazos, marcados. Su abdomen, fuerte aunque aún no plano.
No era un cuerpo de revista.
Era un cuerpo trabajado con amor. Con propósito. Con paciencia.
Y en los ojos de Reik… algo cambió.
Nota como todas las omegas a su alrededor se babeaban por él. Y por alguna razón sintió celos.
Por primera vez desde el accidente, lo vio.
Como un hombre.
Como un alfa.
Como algo más que un amigo.
Nicolás sintió la mirada.
No dijo nada.
Solo se sumergió en el agua con una sonrisa tonta en los labios.
El hielo ya no cubría el lago.
Y tampoco el corazón de Reik.
Esa noche, después del picnic en el lago, Reik no podía dormir.
Miraba el techo de su habitación, idéntico al de su infancia, y pensaba en muchas cosas.
El cuerpo de Nicolás, por ejemplo.
Su sonrisa torpe al notar que lo había visto.
Y la manera en que se ofreció para llevarle la toalla sin decir una palabra.
Pero no era solo el físico.
Era el cuidado.
Desde el accidente… Nicolás había estado ahí siempre.
No lo presionaba.
No exigía.
No reclamaba amor ni explicaciones.
Solo lo acompañaba.
Y eso, sin quererlo, estaba empezando a dolerle bonito.
Al día siguiente, la lluvia volvió. Fina, constante, y fría como los recuerdos de lo que dejó atrás.
Reik fue a la pista, como cada dia, para limpiar patines, ayudar con los niños, y evitar pensar en Omar.
Pero Benz estaba ahí otra vez.
Más elegante que de costumbre.
Con un abrigo caro, sonrisa linda, y un ramo de lirios blancos.
—Para ti. Mi manera de disculpa —le dijo, estirando las flores.
—No debiste molestarte —respondió Reik, sin tocar el ramo.
—No es molestia. He estado pensando en ti de verdad.
—Benz…
—Sé que pasó algo con ese hombre, escuché unos rumores por ahí, tu sabes que este pueblo es pequeño y se sabe todo—interrumpió—. Pero yo no soy como él. Te cuidaría. Serías mío de verdad.
Las palabras lo congelaron.
¿Mío?
—No te pertenezco, Benz.
—¿Entonces de quién eres? ¿Del grandote ese? ¿Nicolás?
Y ahí estaba.
El veneno.
Reik dio un paso atrás, pero no hizo falta.
Nicolás ya estaba ahí.
Empapado por la lluvia, con las botas llenas de barro y los ojos clavados en Benz como si pudiera leerle el alma.
—Lárgate —le dijo, firme.
Benz soltó una risa burlona.
—¿Y si no?
—Entonces te saco yo.
No alzó la voz.
No amenazó.
Solo lo dijo como si fuera un hecho inevitable.
Benz lo miró una última vez, tragó su orgullo, dejó las flores caer al suelo y se fue.
Reik no dijo nada.
Temblaba, aunque no sabía si de frío, rabia o miedo.
Nicolás se le acercó.
Con cuidado.
—¿Estás bien?
—No quiero que nadie me vuelva a tocar —susurró Reik, con la voz quebrada—. No estoy listo. No sé si alguna vez lo estaré.
Y eso le rompió el corazón a Nicolás.
—Lo sé —dijo Nicolás, suave, como quien acaricia sin tocar—. No tienes que estar listo.
Ni para él.
Ni para mí.
Ni para nadie.
Piensa Nicolás.
—Ire a mi area—susurra Reik.
—No sé si deba decirlo pero yo...estoy acompañándote. Eso es diferente.
Y en ese instante, Reik lloró.
Porque era la primera vez que alguien no le exigía amor a cambio de protección.
Y eso lo desarmó.
Más tarde, cuando la lluvia se intensificó, Reik fue hasta el cobertizo donde Nicolás trabajaba con leña.
Solo quería agradecerle por consolarlo cuando rompió a llorar.
No dijo nada cuando lo vió.
Se sentó en el banco.
Lo observó.
Y en un impulso, le tomó la mano.
—Gracias —susurró.
Nicolás, cubierto de aserrín y sudor, apretó suavemente su palma.
—Cuando estés listo —dijo—, si alguna vez quieres volver a hablar…
yo estaré aquí.
Soy bueno escuchando.
Y por primera vez, Reik no temió esa promesa.