Los días comenzaron a tener un ritmo distinto.
Ya no eran noches de lágrimas escondidas ni mañanas llenas de culpas; poco a poco, Ivanna aprendió a respirar sin sentir que cada inhalación era una traición a lo que juró frente a la tumba de su madre.
Cada amanecer estaba lleno de pequeños gestos que iban curándola: Nielsen trayéndole un vaso de leche tibia antes de que se levantara, Nathan frotándole los pies cuando la hinchazón empezaba a notarse, las gemelas Rianna y Roselin arrastrándola a la sala con revistas de maternidad y listas de nombres, y Reik con Nicolás convirtiéndose en dos figuras paternas tan firmes como dulces.
La madre de Nicolás también aparecía a menudo, siempre con algo entre las manos: una manta tejida, un tarro de mermelada casera, algún consejo envuelto en cariño. Ella, con su serenidad, lograba que la casa se sintiera todavía más llena de amor.
El tiempo pasó sin que Ivanna lo notara. Las semanas se transformaron en un mapa de cambios: sus náuseas fueron dismin