La nieve cae como si nunca fuera a detenerse. Es densa, suave, silenciosa. Un manto blanco lo cubre todo, y entre ese paisaje invernal, Reik desciende del tren con pasos temblorosos. La bufanda gris le cubre la mitad del rostro hinchado por todo lo que lloró en el camino, pero su piel enrojecida por el frío traiciona la palidez de quien ha pasado más miedo que noches en paz.
La estación de Eisblum parece sacada de un cuento congelado. Uno que otro banco de madera, faroles apagados por el viento, el eco lejano de pasos. Y entre la bruma helada, una figura familiar: su abuela. Livia lo espera con los brazos abiertos, los ojos arrasados en lágrimas. —Mi pequeño… —dice apenas, con un susurro que más se siente que se oye. Reik cae en su abrazo como si sus huesos ya no sostuvieran nada. El calor de ese cuerpo envejecido es lo más cercano al hogar que ha sentido en años. —Abuelita... El termo caliente que ella le ofrece tiembla en sus manos, pero no por el frío. —Toma, debes tener sed, pequeño. El tren se marcha, dejándolos en un silencio blanco. —Gracias por venir a recogerme...creo que no hubiera llegado solo después de diez años de no vivir aquí. Camino a casa, las montañas se alzan como guardianes que observan en silencio. El pueblo parece detenido en el tiempo: chimeneas humeantes, techos cubiertos de nieve, perros durmiendo sobre esteras. Reik aprieta la mochila contra su pecho. Dentro no hay más que un par de mudas, su medalla de plata de hace años, su pasaporte, algo de efectivo, una libreta con viejas coreografías… y una prueba de embarazo ya desteñida, doblada con cuidado entre las páginas. —El clima es cambiante últimamente. Pero te va a encantar el verano cuando se descongele el lago es un punto turístico muy hermoso. —Me imagino. La casa de su abuela huele a canela, madera vieja y sopas eternas. El sonido del radiador chisporroteando es acogedor. Livia deja su abrigo, le ofrece una toalla caliente para secarse el cabello rubio, pero Reik solo se sienta frente a la ventana, en silencio. —Abuela...yo... —No tienes que decir nada, mi amor. Solo descansa. Aquí estás a salvo —repite ella, esa palabra mágica que parece demasiado buena para ser cierta. Pero en la cabeza de Reik, el pasado aún ruge. Hace tres días. La lluvia golpea los ventanales con una furia animal. Las luces parpadean en el apartamento de ciudad. Reik, acorralado contra una pared, tiembla. Su mejilla izquierda arde con una mancha roja, y su labio inferior sangra. No grita. Ya ha aprendido que gritar solo lo enfurece más. —¿¡Cómo te atreves a decirme eso!? —grita Omar, su ex, su infierno, su celda de cristal—. ¿Crees que puedes dejarme así, sin más? ¡Tú y ese maldito engendro dentro de ti me pertenecen! El alfa está enojado. Pero eso no es nuevo. Omar siempre está enojado. Con el mundo, con Reik, con cualquier cosa que se atreva a decir “no”. Reik intenta retroceder, pero la espalda ya topa contra la pared. —Omar… por favor. Ya no más. No quiero seguir así. No es bueno para mí… ni para el bebé. Solo lo comenté porque tengo tiempo que no visito a mi abuelapuedes ir conmigo si quieres. Esta muy viejita y vive sola. Además tengo años que no voy a mi pueblo natal. Y ahí está. Lo dice en voz alta. El bebé. Ese pequeño punto de luz que crece dentro de él, lo único que lo mantiene respirando. Omar lo mira como si acabara de traicionarlo con un enemigo. —Si te vas, Reik… si me traicionas —le susurra, acercando su boca a su oído, apretando su muñeca con fuerza—, juro por lo más sagrado que no dejaré que tú o ese bastardo respiren una vez más. ¿Me entiendes? Reik cierra los ojos. Esa promesa se le incrusta en el pecho como hielo. Al día siguiente, espera a que Omar salga a su trabajo de bienes raíces. Va a reunirse con unos socios luego del trabajo, según dijo. En cuanto la puerta se cierra, Reik se mueve. El cuerpo le duele. Le cuesta caminar. Pero hay algo que lo empuja: la vida que lleva dentro desde hace tres meses. Toma su mochila, mete lo justo. Ropa abrigada. La medalla. La prueba. El cepillo de su madre que aún conserva. Y sus documentos personales además de algo de efectivo. Y sale bajo la lluvia, con una sola idea en mente: escapar. Llama a la única persona que jamás lo juzgó. —¿Abue? —¡Reik! ¿Mi niño? ¿Qué pasa, estás bien? —Solo… queria decirte que si voy a visitarte como prometí... aunque Omar no me va a acompañar. —Empaca lo que puedas y ven. Aquí estarás a gusto, no he tocado tu habitación. Él aprieta los dientes. Esa palabra. “A gusto”. ¿De verdad existe ese lugar? Ahora. Reik se despierta en la vieja habitación de su infancia. La ventana empañada da al jardín nevado, donde los árboles están vestidos de blanco. La cama cruje, las paredes están adornadas con cuadros que ya no recuerda haber colgado. Todo le resulta ajeno y familiar al mismo tiempo. Livia entra con una taza humeante. —Toma, bebé. Té de manzanilla. —Gracias, abue. Ella lo observa con preocupación, pero no dice nada. Solo acaricia su cabello. Reik cierra los ojos. El té le quema la garganta, pero no lo suficiente como para borrar el recuerdo de Omar. —Abue...me escapé de casa a mi edad. No me sentía feliz. —Lo imaginé desde que dijiste que ese licántropo no venía contigo. Ese alfa nunca me dió buena espina. Eres un lobito Omega muy hermoso y tenías un hermoso futuro en tu carrera que iba en ascenso hasta que lo conociste en esa competencia de patinaje hace seis años cuando ibas a cumplir 19 años. —¿Crees que me encontrará? —pregunta en voz baja. Livia suspira. —Este pueblo es pequeño, pero fuerte. Aquí nadie le abrirá la puerta a un alfa licántropo violento. Confía en mí. Él asiente, aunque la ansiedad no lo suelta. Lo siente vibrar en su estómago, justo junto al lugar donde antes latía una esperanza. Aún no sabe si su bebé está bien. Aún no se atreve a ir al médico del pueblo. No quiere saber si es niño o niña, solo quiere saber que está en salud, que está bien. Esa tarde, la nieve da tregua. Livia lo convence de caminar hasta el parque de patinaje, un espacio techado que funciona todo el año. Dice que le hará bien salir un rato, despejar la mente. Cuando llegan, Reik se queda mudo. El lugar no ha cambiado mucho desde su infancia: las paredes de madera, los cristales empañados, el eco de cuchillas sobre hielo. Pero ahora hay niños jugando, aprendiendo a deslizarse torpemente. El olor a chocolate caliente flota en el aire. —¿Recuerdas cómo volabas aquí? —sonríe Livia—. No había quien te alcanzara. Reik sonríe con nostalgia. —Mis amigos me prohibieron patinar días antes hasta las finales para no lastimarme. Decían que mi ropa era muy ceñida… que las otras niñas me miraban demasiado y podía distraerme. Y en suiza Omar me prohibió un año después, patinar, porque decía que todos se enamoraban de mi y no lo soportaba. Que me quería solo para él. —Pues aquí, nadie manda sobre tu cuerpo, Reik. Y si quieres, puedes volver. El omega Licántropo no responde, pero algo se enciende en su mirada. Algo que hacía tiempo no sentía: anhelo. Desde el otro extremo de la pista, un hombre los observa. Es grande. Muy grande. Lleva una chaqueta azul y guantes gruesos. Limpia con una pala los bordes del hielo, concentrado. Cuando levanta la cabeza, sus ojos verdes se cruzan con los de Reik por un instante. Y luego baja la mirada, tímido. —¿Quién es? —pregunta Reik. —Nicolás Drew. Nuestro vecino. Ahora es encargado de mantenimiento de todo el lugar. No habla mucho, pero es un buen hombre. Aún no se casa. Creo que lo discriminan aún por ser obeso. Reik asiente. A su mente llega su nombre, era su vecino obeso de la infancia, aquel chico de ojos verdes que le llamaban botija. No dice nada más. Pero cuando se van del parque, siente que hay algo en ese lugar que lo llama. Esa noche, la pesadilla vuelve. Omar golpea la puerta. La rompe. Lo arrastra del cabello. Reik grita, pero nadie lo escucha. Y al despertar, tiene la cara empapada en sudor, el cuerpo temblando y las sábanas revueltas. Sale al pasillo. Livia duerme con una radio encendida, música suave de los setenta. Él se recuesta en el sofá. Mira el techo. Se acaricia el vientre. —¿Estás ahí? —susurra. No siente nada. Ni unas pataditas. Y ese silencio lo rompe más que cualquier golpe. Tres días después, decide salir solo. Va al parque. Observa desde la tribuna mientras los niños resbalan y ríen. Nadie lo reconoce. Nadie lo juzga. Y eso es un alivio. Entonces, lo ve. Nicolás. Está doblando una lona, sudoroso, sin gorro. Su cabello castaño, está mojado por la nieve, pero su rostro parece tranquilo. Entra a una sala lateral y vuelve con una caja de herramientas. Cuando pasa junto a Reik, lo saluda apenas con un leve gesto. —Hola —se atreve a decir Reik, inseguro. Nicolás lo mira, sorprendido, como si no esperara que alguien le hablara. —Hola. —Soy Reik… West. ¿No te acuerdas de mi? —Nicolás —responde él, con voz grave, y una timidez palpable. Se hace un silencio incómodo, pero no desagradable. —Si, mi abuela ayer me dijo quien eras cuando pregunté... Te ves...enorme. Creciste el doble —le dice sin intención de ofender, solo quería un tema de conversación...halagarlo. Pero Nicolás pensó lo contrario. —Ahh, si. —Tu pala tiene la manija suelta —dice Reik, señalando la herramienta. —Sí. La arreglo después. —Puedo ayudarte, si quieres. Fui bueno en eso. Antes. Nicolás lo mira, los labios apenas curvados. Una sonrisa, casi imperceptible. —Si quieres. Y en ese momento, por primera vez desde que llegó, Reik siente que no es solo un cuerpo herido. Que tal vez, solo tal vez, aún puede construir algo nuevo. Aunque el hielo cubra todo. Aunque aún duela respirar. Aunque no sepa si su bebé sigue ahí.