El camino de regreso a casa está cubierto por la nieve. Nicolás camina con las manos metidas en los bolsillos de su chaqueta gruesa, y Reik va a su lado, con sus patines colgando del hombro. Cada tanto, Nicolás se gira para mirarlo. La luna ilumina su cabello rubio, dándole un brillo suave.
—¿Sabes? —dice Nicolás, rompiendo el silencio—. Cuando era niño y venía al parque, siempre pensaba… “ojalá alguien me mire”. Aunque sea para decirme que era un inútil sobre el hielo.
Reik lo mira de reojo, sin detener sus pasos.
—¿Por qué piensas eso?
Nicolás se encoge de hombros.
—No lo sé. Supongo que porque nadie me miraba. Ni en el colegio, ni aquí, ni en ningún lado. Siempre fui… el chico gordo que estorbaba. Incluso ahora que bajé de peso, me siento igual por dentro.
Reik se detiene de golpe. Nicolás también.
—Yo te miro —dice Reik, suave pero firme.
Nicolás lo observa, sus ojos verdes se ven oscuros bajo la luz de la farola.
—Sí… pero tú me miras bonito —responde él, con una sonrisa triste.