Nicolás Drew Aston se despierta todos los días a las seis en punto. No necesita despertador. El frío que se cuela por la rendija de la ventana, es su alarma natural. Se sienta al borde de la cama, suspira y se toma un momento antes de poner los pies sobre el suelo helado. Su cuerpo siempre duele por las mañanas, pero ya no se queja. Hace mucho dejó de hacerlo.
Sonríe al recordar el día anterior, en dónde ese Omega se le acercó por primera vez en tanto tiempo. Se veía más hermoso que antes aunque lo notó subido de peso y vistiendo ropas anchas. Y por alguna razón le molestó cuando le pregunto por la herida en su rostro y labio y este solo le dijo que se tropezó y cayó, lastimandose. Va al baño, se enjuaga el rostro frente al espejo empañado. Apenas se reconoce. Tiene 27 años, pero a veces siente que carga con el triple. Se cepilla los dientes con prisa, se viste con su overol manchado de grasa, se pone una gorra vieja y sale sin hacer ruido. Vive en la pequeña casa al lado de Reik, a varias cuadras del parque, la misma donde creció, donde aún vive con sus padres. No porque no gane bien o tema a la vida de adulto. Es solo que no le ve caso gastos innecesarios, volverse loco cada mes y encima solo sin una mosca que le ande. Afuera, el cielo es gris, la tierra húmeda por la lluvia de anoche, y la escarcha cruje bajo sus botas. Camina hasta el taller mecánico que comparte de su padre. Es un sitio pequeño, con un letrero oxidado que apenas se mantiene colgado. Pero los autos llegan. No por amabilidad del pueblo, sino porque nadie más quiere encargarse del trabajo sucio. En Eisblum, Nicolás es invisible. Pocos lo saludan en la calle( en su mayoría ancianos). Nadie de su edad le pregunta cómo está. No lo invitan a las fiestas del pueblo, ni a las cenas navideñas. A veces, los niños se burlan de su tamaño cuando pasa cerca, aunque lo hagan en voz baja. A veces, las mujeres lo miran como si fuera un mueble que estorba. —Solo tiene unos ojos bonitos—escucha decir un día a una Omega. Él, simplemente, baja la cabeza y sigue. Ha vivido así desde la secundaria. Desde que comenzó a engordar en la primaria y dejó de ser “el niño simpático” para convertirse en “el lobo alfa, gordo y raro”. Los amigos se alejaron. Algunos se rieron. Otros lanzaron comida a su espalda en la cafetería. Nunca lo olvidará: Reik Phillips West, riendo junto a ellos. Claro, no era como los demás. Nunca fue cruel. Pero tampoco hizo nada. Reik era luz. Reik era popular, elegante, brillante. El lobo omega que todos querían tener cerca. El que ganaba medallas de patinaje en su localidad cada tres meses y sonreía como en los comerciales. Nicolás lo admiraba en silencio, desde lejos. Porque si alguien como él se acercaba, solo arruinaría el cuadro perfecto. Y sin embargo… esa tarde, lo vuelve a ver. —Hijo acompáñame al mercado—le dice su madre—no tengo ganas de conducir. —Dile a papá. —Mira mocoso, ve a acompañar a tu madre...sabes que odio ir de compras. —Esta bien, solo déjame ir a casa y cambiarme. Estoy lleno de grasa. El mercado está lleno. El aroma a pan y carne recién cortada flota en el aire. Nicolás está por comprar tomates cuando ve a Livia, la señora que siempre le regalaba dulces en su infancia y aún después de adulto porque sabe que le gustan. Su madre le hablaba de ella con cariño siempre y la saludaba y visitaba cada vez que podía. Se acerca para saludarla, cuando ve a su nieto detrás de ella. Reik. Su cabello rubio bien peinado, una bufanda gris envolviendo su cuello a juego con sus ojos. Sus ojos grises, apagados. Piel pálido. Más frágil. Pero es él. —¿Reik…? —se le escapa sin pensar. El omega levanta la vista. Sus ojos se cruzan. Y por un instante… Nicolás jura que su lobo interior se estremece en su pecho como aquella vez que lo vio patinar por primera vez cuando Reik tenía seis y él nueve años. —Hola, Nico… ¿Cómo estás?. La voz suena diferente. Más baja. Cansada. Nicolás quiere preguntar tanto, decir tantas cosas. Pero no puede. Se queda de pie como un idiota, mientras las madres conversan y Livia lo invita al cumpleaños que ella misma organiza para él, como cada año. Y Reik estará allí. Esa noche, Nicolás no duerme. Piensa en la manera en que Reik evitaba su mirada. En la forma en que se sujetaba el abrigo extra grande contra el pecho. En sus labios, partidos. En su aroma. Omega. Con un toque que lo congela: embarazo. La vez que olió algo así fue en su tía Diana hace dos años, cuando quedó embarazada y cuando preguntó porqué olía así, ella le explicó que solo algunos lobos alfas dominantes como él, pueden persibir ese aroma en Omegas. Algo en él se quiebra. No sabe por qué duele. No tiene derecho. Nunca tuvo. Pero duele. La tarde del picnic, Nicolás limpia el jardín con esmero. Coloca mantas sobre el pasto, prepara la fogata, monta una pequeña parrilla donde cocina carne y vegetales. Su madre le sonríe desde la ventana, envuelta en una manta y su padre debía entregar un auto reparado en el siguiente pueblo. Sus padres son los únicos que aún lo ven, que aún lo llaman “mi hijo hermoso”. Livia llega primero con una bandeja de empanadas. Luego llegan tres vecinas amigas de su madre. Y, por último, Reik. Lleva una chaqueta azul oscuro, un gorro de lana, y camina despacio con una enorme canasta de frutas. Como si cada paso doliera. Nicolás corre a ayudarlo, pero se detiene a medio camino. No quiere asustarlo. —Feliz cumpleaños número 28 —dice Reik, sin levantar la voz. —Gracias —responde Nicolás con una sonrisa tímida tomando la canasta que Reik le da. Ambos evitan mirarse más de la cuenta. Se sientan cerca del fuego. La cerveza burbujea en su vaso y en vez de cerveza le ofrece a Reik chocomilk. Las madres charlan animadamente a unos metros. Pero ellos dos están envueltos en un silencio distinto. No incómodo… solo lleno de cosas no dichas. —Pensé que no volverías nunca —dice Nicolás, sin mirarlo. —Yo también —responde Reik, y bebe de su taza. Nicolás se frota las manos, incómodo. —¿Te… quedas mucho tiempo? —No lo sé. Pausa. —¿Estás… bien? Reik cierra los ojos. No hay respuesta. —Tus ojos —agrega Nicolás, con voz baja—. Has llorado. El omega no lo niega. Solo baja la cabeza. Omar estuvo llamándolo todos los días pero al final solo evitaba responder. Y entonces, Nicolás lo dice. —¿Estás embarazado? Reik se tensa. Lo mira por fin. Sus ojos tiemblan. Espera burla, juicio, rechazo. Pero no encuentra nada de eso. Solo hay una mirada firme, cálida. Protectora. —Sí —responde con un hilo de voz—. Pero… por favor, no se lo digas a nadie. —Nunca haría nada que te molestara. Silencio. El crepitar del fuego parece envolverlos como una canción antigua. Una que ambos han olvidado cómo cantar. —Si alguien te hizo daño —susurra Nicolás, sin dejar de mirar el fuego—. No estás solo. Cuenta conmigo para lo que sea. Reik no dice nada. Pero sus ojos se humedecen. Por dentro, su corazón late con una mezcla de alivio y miedo. ¿Cómo se puede confiar otra vez? ¿Cómo saber que no se romperá otra promesa? Los días pasan. Y Nicolás comienza a aparecer sin razón aparente. Una mañana, le lleva leña a Livia sin que ella lo pida. Otra tarde, aparece con un termo de sopa caliente “porque el clima está muy crudo”. A veces se queda unos minutos en la puerta. No entra. No pregunta. Solo está. Reik observa todo desde la ventana. Y aunque al principio le cuesta aceptarlo, comienza a esperar esas visitas silenciosas. Una tarde, lo ve en el parque. Nicolás camina solo por los senderos de piedra, con una bolsa de pan duro que va dejando en los comederos de los pájaros. Lo hace todos los jueves. Siempre solo. Siempre callado. Parece un mendigo con la ropa que lleva puesta, pero debajo de esa ropa sabe lo buena persona que es. Esa misma noche, Livia comenta algo que se le queda grabado. —Ese chico… siempre ha sido bueno. Solo que la gente de este pueblo no sabe ver más allá de un cuerpo grande y pasadito de peso. Reik se muerde el labio. Tiene razón. Durante años, él también fue ciego. Se rió cuando no debió y no hizo nada para defenderlo del bullying en la escuela. Es jueves otra vez. Reik sale sin avisar. Cruza el sendero que lleva al parque, el gorro calado hasta las orejas. Lo encuentra junto al estanque congelado, dejando pan sobre la baranda. —¿Puedo… caminar contigo? Nicolás se sobresalta. Pero asiente. Caminan en silencio. El sol apenas calienta. Sus pasos crujen sobre la nieve endurecida. Hay algo hermoso y triste en ese momento, como si ambos estuvieran aprendiendo a respirar de nuevo. —Tu novia... ¿trabaja mucho y no te hace compañía en estos paseos? —comenta Reik, al fin. —No tengo novia. —Oh...perdón si te incomodé. —Eso no es cierto. No me incomoda Nicolás lo mira. No dice nada. —Lo que dije en tu casa… gracias por no preguntarme más. —Reik se detiene un momento—. Hay cosas que todavía me duelen. Y no sé cómo contarlas ni siquiera a mi abuela. —No tienes que contarlas. Solo… estar. Ambos se miran. Y hay algo ahí. Algo nuevo. Algo que no se puede nombrar aún, pero que brota como los primeros brotes en la nieve. Reik baja la mirada. —Siempre fuiste amable conmigo. Incluso cuando todos me trataban como una estrella, tú me mirabas como si yo fuera solo… humano. —Y tú me mirabas como si yo no existiera —responde Nicolás, con una sonrisa triste. Reik lo siente como una bofetada suave. Porque en parte es verdad. —Lo siento. Pero lo cierto es que veía en las gradas y eso me llenaba de valor para patinar. —Ya pasó. Todos éramos niños. —No justifica nada de lo que te hicimos. Nicolás lo observa. Hay algo distinto en él. Un cambio real. Y entonces, sin quererlo, suelta una risa breve. —Ahora sí me ves, ¿eh? Reik sonríe también, débilmente. —Ahora no quiero dejar de verte. Supongo que la soledad y la tristeza hacen cosas. El viento sopla con fuerza. La nieve cae de las ramas. Pero en el centro del parque, bajo el gris del cielo, hay calor en esa mirada. Hay un puente que empieza a construirse. Piedra a piedra. Palabra a palabra. Y por primera vez, Nicolás no se siente un lobo invisible.