Mundo ficciónIniciar sesiónPortia, terapeuta reconocida por su habilidad para ayudar a reconciliar matrimonios, parece tener una vida perfecta junto a Latham, un arquitecto prestigioso con un pasado marcado por una tragedia: el incendio que arrebató la vida de su ex, Clara. La llegada de Redding, un investigador tenaz, altera esa aparente calma. Lo que empieza como una coincidencia profesional se convierte en una relación cargada de tensión y deseo, donde cada gesto abre grietas más profundas en la estabilidad de Portia y Latham. El fantasma del incendio nunca se apaga, y la frontera entre la verdad y la mentira comienza a desvanecerse. En este triángulo de atracción y sospechas, los personajes se mueven como piezas en un tablero donde cada movimiento tiene un costo. Pero cuando las llamas regresen, ya no habrá lugar para escapar.
Leer másEl consultorio de Portia Vale olía a lavanda y esperanza.
Era un aroma que había elegido años atrás porque le recordaba a su abuela: la única persona en su familia que la había entendido realmente, que había visto su potencial cuando todos los demás solo veían a una niña demasiado sensible, demasiado emotiva, demasiado afectada por el sufrimiento ajeno. “Ese corazón tuyo va a ser tu mayor fortaleza”, le había dicho la abuela Elena antes de morir. “No dejes que el mundo te convenza de endurecerlo.” Portia había construido su carrera alrededor de ese consejo. Terapeuta de parejas, especializada en salvar matrimonios que otros profesionales ya habían dado por perdidos. Y lo hacía bien. Muy bien. Las paredes color marfil de su consultorio reflejaban luz natural suave, creando un espacio que invitaba a la vulnerabilidad. Dos sillones color gris claro se enfrentaban como viejos amigos, y en la mesa baja entre ellos descansaba una caja de pañuelos que se vaciaba y llenaba con regularidad previsible. Portia observaba a Sarah Drummond llorar, sintiendo ese peso familiar en el pecho que siempre acompañaba estas sesiones. El dolor ajeno la afectaba profundamente—demasiado, según algunos colegas que le aconsejaban mantener más distancia profesional. Pero Portia nunca había sabido cómo hacer eso. Sentía cada lágrima como propia. —No entiendo cómo no lo vi venir —sollozó Sarah, destruyendo otro pañuelo entre sus dedos. Las señales estaban ahí. Los mensajes nocturnos. El perfume extraño en sus camisas. Hasta encontré un recibo de hotel que me juró era de una conferencia. ¿Cómo pude ser tan ciega? Portia sintió ese familiar nudo en la garganta. Conocía ese dolor. Lo había visto en decenas de rostros durante su carrera, pero nunca se volvía más fácil presenciarlo. —Sarah —dijo suavemente, inclinándose hacia adelante—, mírame. Por favor. Sarah alzó sus ojos hinchados: —No fuiste ciega. Confiaste. Y confiar en la persona que amas no es debilidad, es el acto más valiente que existe. —Portia tomó la mano de Sarah entre las suyas—. Te atreviste a creer en el bien de alguien. Eso habla de tu bondad, no de tu estupidez. Las palabras eran sinceras. Portia realmente lo creía. Había dedicado su vida a ayudar a personas como Sarah porque entendía ese dolor visceralmente. Su propia madre había pasado por una traición similar cuando Portia tenía diecisiete años, y recordaba haberla sostenido mientras lloraba, prometiéndose que algún día ayudaría a otras mujeres a navegar ese infierno. —¿Qué hago ahora? —preguntó Sarah con voz quebrada—. ¿Cómo sigo adelante? ¿Me quedo? ¿Me voy? Tengo dos niños, un trabajo de medio tiempo, y ninguna idea de cómo empezar de nuevo si me divorcio. Portia escuchó mientras Sarah exploraba sus miedos, sus opciones, sus esperanzas conflictivas. No juzgaba. Solo sostenía ese espacio seguro donde Sarah podía ser completamente honesta consigo misma. El reloj marcó las seis. Hora de terminar, pero Portia esperó unos minutos extra—nunca cortaba una sesión cuando alguien estaba en medio de un momento vulnerable. —Sarah, esto que estás sintiendo ahora no es lo que sentirás para siempre —dijo finalmente—. Lo prometo. Vas a encontrar claridad. Vas a tomar la decisión correcta para ti. Y voy a estar aquí contigo en cada paso del camino. Sarah se levantó, abrazó a Portia impulsivamente. —Gracias, Doctora Vale. No sé qué haría sin usted. —Portia, por favor. Y recuerda: eres más fuerte de lo que crees. Cuando Sarah salió con pasos más firmes de los que había entrado, Portia sintió esa satisfacción cálida que hacía que todo valiera la pena. Estos momentos. Estas pequeñas victorias contra el dolor. Se quitó los aretes de perlas—regalo de Latham en su tercer aniversario— y masajeó sus sienes. Las jaquecas eran cada vez más frecuentes. Absorber el dolor emocional de otros todo el día cobraba su precio. “Necesitas cuidarte mejor”, le decía Latham constantemente. Y tenía razón. Pero ¿cómo dejas de sentir cuando sentir profundamente es quien eres? Su teléfono vibró sobre el escritorio. Número desconocido. Portia contestó, esperando que fuera referencia de algún colega. —¿Dra. Vale? Habla Edmund Torres, del bufete Torres & Asociados. Un abogado. Portia sintió un pinchazo de ansiedad. Los abogados raramente llamaban con buenas noticias. —Dígame, señor Torres. —Lamento informarle que su tía Margaret Vale falleció hace tres días. Un ataque cardíaco. Fue muy rápido, no sufrió. Portia se quedó paralizada. Margaret. Su tía. La hermana mayor de su padre, una mujer distante que había aparecido esporádicamente en su vida—Navidades ocasionales, funerales familiares; siempre con esa mirada evaluadora que hacía sentir a Portia como si no diera la talla. Pero seguía siendo familia. Seguía siendo alguien que llevaba su sangre. —Yo… no lo sabía —logró decir, sintiendo las lágrimas picar sus ojos—. No éramos cercanas, pero… Dios. Esto es terrible. ¿Cómo…? —Fue en su casa. Su asistenta la encontró. Como dije, fue rápido. No sufrió. Portia se llevó una mano a la boca, procesando. Margaret había estado viva hace tres días y ella no tenía idea. ¿Cuándo había sido la última vez que habían hablado? ¿Dos años? ¿Tres? Y ahora nunca más podrían. —Hay otro asunto que debo comunicarle —continuó Edmund. Su tía la nombró como única beneficiaria en su testamento. Portia parpadeó, confundida. —¿Perdón? —Su patrimonio completo. La casa, las inversiones. Todo va para usted. Estamos hablando de aproximadamente veintitres millones de dólares, Dra. Vale. El mundo se inclinó. Veintitrés millones. De una mujer que apenas había mostrado interés en ella. ¿Por qué? —Debe haber un error —dijo Portia—. Margaret y yo… no teníamos esa relación. Ella apenas me conocía. —No hay error; los documentos son muy claros. Cambió su testamento hace ocho meses. Portia se sentó pesadamente en su silla, abrumada. Dolor por la pérdida, shock por la herencia, confusión por ambas cosas a la vez. —Necesito… necesito procesar esto —murmuró. —Por supuesto. ¿Puede venir a mi oficina mañana a las tres? Tengo documentos que necesita firmar. —Sí. Sí, estaré ahí. Cuando colgó, Portia se quedó mirando su teléfono, las lágrimas finalmente escapando. Margaret había muerto. Y por alguna razón incomprensible, le había dejado todo. Su teléfono vibró de nuevo. Mensaje de Latham: “Amor, ¿llegas tarde? Hice tu pasta favorita ♥” Latham. Su esposo. Su roca. La persona que siempre sabía exactamente qué decir para hacerla sentir mejor. Necesitaba verlo. Necesitaba sus brazos alrededor de ella mientras procesaba esto. Portia tomó su bolso y salió del consultorio casi corriendo. En el elevador, esperando el descenso del piso quince, otro mensaje llegó. Número desconocido. “Pregúntale a tu esposo sobre Marlowe Street.” Portia frunció el ceño, confundida. ¿Marlowe Street? ¿Qué era eso? Probablemente mensaje equivocado. Le pasaba ocasionalmente. Lo borró sin pensar mucho y salió hacia el estacionamiento, todavía procesando la noticia de Margaret.Cinco años atrásPortia entró al salón comunitario del centro de rehabilitación con su portafolio bajo el brazo.Veintisiete personas sentadas en círculo. Algunos nerviosos. Otros resignados. Todos rotos de alguna forma.—Buenas noches —saludó la facilitadora, Karen—. Tenemos invitada especial esta noche. La Dra. Portia Vale, terapeuta especializada en trauma y relaciones. Va a hablar sobre cómo procesar culpa y vergüenza.Aplausos educados. Caras expectantes.Portia había dado esta charla docenas de veces en diferentes grupos de apoyo. Sabía exactamente qué decir. Cómo conectar. Cómo hacer que se sintieran vistos.Comenzó su presentación, hablando sobre trauma, sobre perdón, sobre reconstrucción.Y mientras hablaba, sus ojos escaneaban el grupo automáticamente.Lenguaje corporal. Expresiones. Señales de receptividad o resistencia.Era hábito profesional. Leer la sala. Ajustar su mensaje según la audiencia.Entonces lo vio.Esquina del fondo. Hombre de unos treinta años. Alto, cabello
Portia despertó antes del amanecer, con Latham aún dormido a su lado.5:47 AM. Demasiado temprano para levantarse sin parecer sospechoso.Pero no podía seguir acostada fingiendo dormir.Se escabulló al baño con su teléfono, cerró la puerta silenciosamente, y abrió Google Maps.Marlowe Street 847.La vista satelital mostraba la casa—estructura de dos pisos rodeada de árboles, jardín grande, entrada de grava. Aislada. Privada.Portia hizo zoom, estudiando cada detalle.¿Cuánto tiempo había sido dueño Latham de esta propiedad? Tenía que investigar registros públicos.Abrió otra pestaña, buscó registros de propiedades del condado. Ingresó la dirección.Propietario: LCM Properties LLC.¿LCM? Latham Cross… ¿Algo?Portia buscó más información sobre la LLC. Registrada hace tres años. Agente registrado: una firma legal que Portia no reconocía.Tres años. El mismo tiempo que los mensajes anónimos habían dicho que Latham y Elena estaban juntos.Todo conectaba.Portia tomó capturas de pantalla de
Portia cocinó el pollo con precisión automática.Marinar, sazonar, hornear a 375 grados durante cuarenta y cinco minutos. Arroz al vapor. Vegetales salteados con ajo y mantequilla.La receta favorita de Latham. La que siempre pedía en ocasiones especiales.Portia la había perfeccionado durante años de matrimonio, aprendiendo exactamente cuánto romero le gustaba, qué tan dorado prefería la piel, cómo servir el arroz para que quedara esponjoso pero no seco.Detalles. Siempre había sido buena con los detalles.Ahora se preguntaba: ¿qué detalles había perdido? ¿Cuáles había ignorado deliberadamente?A las 7:03 PM, escuchó el auto de Latham en la entrada.Portia respiró profundo, compuso su expresión, y fue a recibirlo.—Huele increíble —dijo Latham al entrar, besándola en los labios.Los labios que hace horas habían besado a Elena.Portia se obligó a no retroceder.—Tu favorito. Pensé que necesitábamos algo reconfortante después de la semana que hemos tenido.—Eres la mejor. —Latham la ab
Portia despertó con el lado de Latham de la cama vacío.6:47 AM según el reloj en la mesita de noche. Típico de Latham—siempre despertaba temprano, sin importar cuántas pastillas para dormir tomara la noche anterior.Portia escuchó sonidos de la cocina abajo. Cafetera burbujeando. Latham probablemente preparando desayuno.Otra mañana normal en su vida de mentiras.Se levantó, se duchó, se vistió con piloto automático. Eligió traje gris—profesional, neutro, el tipo de ropa que usaba cuando necesitaba sentirse en control.Cuando bajó, Latham estaba sirviendo huevos revueltos.—Buenos días, bella. —Sonrisa cálida, beso en la mejilla—. Pensé que necesitarías desayuno decente después de anoche.—Gracias. —Portia aceptó el plato, se sentó en la mesa del comedor.La mesa donde habían compartido miles de desayunos. Donde habían planeado vacaciones. Donde Latham le había propuesto matrimonio hace cinco años, colocando el anillo entre su taza de café y su tostada, nervioso y esperanzado.¿Todo
Portia llegó a casa a las 11:47 PM.Las luces de la sala estaban encendidas. El auto de Latham estaba en la entrada—o más bien, UNO de sus autos estaba ahí. Ahora Portia sabía que tenía al menos dos: el BMW que ella conocía, y aparentemente otro que mantenía en Marlowe Street.¿Cuántas cosas más no sabía?Respiró profundo antes de abrir la puerta. Necesitaba calmarse. Necesitaba poner su rostro profesional—el que usaba con pacientes difíciles, el que ocultaba todo juicio o reacción emocional.Podía hacer esto.La puerta se abrió antes de que pudiera girar la llave.Latham estaba ahí, con expresión preocupada que hubiera parecido genuina hace veinticuatro horas. Ahora Portia no sabía qué creer.—Amor, estaba preocupado. —La abrazó inmediatamente—. ¿Estás bien? ¿Qué pasó con Sarah?Sarah. Su paciente imaginaria en crisis.Portia se permitió hundirse en el abrazo por un segundo—necesitaba sentir algo familiar, algo seguro, aunque fuera ilusión.—Fue difícil —murmuró contra su pecho—. Muy
The Daily Grind estaba casi vacío a las 10:30 PM. Solo un par de estudiantes universitarios en una esquina, laptops abiertas, auriculares puestos. La camarera limpiaba las mesas con movimientos lentos de quien sabe que el turno está por terminar. Portia entró con pasos inseguros, todavía temblando por lo que había visto en Marlowe Street. Buscó con la mirada—no tenía idea de cómo era Redding Kaine físicamente. —¿Portia? Se volvió hacia la voz. Un hombre se levantó de una mesa en el rincón más alejado. Alto, tal vez metro ochenta y cinco, con ese tipo de presencia que llenaba un espacio sin esfuerzo. Cabello oscuro con algunas canas en las sienes, mandíbula fuerte con barba de dos días, ojos grises que la estudiaban con intensidad profesional. Vestía jeans oscuros y camisa de botones azul marino arremangada hasta los codos. No parecía investigador privado de película noir. Parecía… real. Sólido. Confiable. Portia sintió un alivio inexplicable al verlo. —Sí. ¿Redding? —
Último capítulo