El consultorio de Portia Vale olía a lavanda y esperanza.
Era un aroma que había elegido años atrás porque le recordaba a su abuela: la única persona en su familia que la había entendido realmente, que había visto su potencial cuando todos los demás solo veían a una niña demasiado sensible, demasiado emotiva, demasiado afectada por el sufrimiento ajeno. “Ese corazón tuyo va a ser tu mayor fortaleza”, le había dicho la abuela Elena antes de morir. “No dejes que el mundo te convenza de endurecerlo.” Portia había construido su carrera alrededor de ese consejo. Terapeuta de parejas, especializada en salvar matrimonios que otros profesionales ya habían dado por perdidos. Y lo hacía bien. Muy bien. Las paredes color marfil de su consultorio reflejaban luz natural suave, creando un espacio que invitaba a la vulnerabilidad. Dos sillones color gris claro se enfrentaban como viejos amigos, y en la mesa baja entre ellos descansaba una caja de pañuelos que se vaciaba y llenaba con regularidad previsible. Portia observaba a Sarah Drummond llorar, sintiendo ese peso familiar en el pecho que siempre acompañaba estas sesiones. El dolor ajeno la afectaba profundamente—demasiado, según algunos colegas que le aconsejaban mantener más distancia profesional. Pero Portia nunca había sabido cómo hacer eso. Sentía cada lágrima como propia. —No entiendo cómo no lo vi venir —sollozó Sarah, destruyendo otro pañuelo entre sus dedos. Las señales estaban ahí. Los mensajes nocturnos. El perfume extraño en sus camisas. Hasta encontré un recibo de hotel que me juró era de una conferencia. ¿Cómo pude ser tan ciega? Portia sintió ese familiar nudo en la garganta. Conocía ese dolor. Lo había visto en decenas de rostros durante su carrera, pero nunca se volvía más fácil presenciarlo. —Sarah —dijo suavemente, inclinándose hacia adelante—, mírame. Por favor. Sarah alzó sus ojos hinchados: —No fuiste ciega. Confiaste. Y confiar en la persona que amas no es debilidad, es el acto más valiente que existe. —Portia tomó la mano de Sarah entre las suyas—. Te atreviste a creer en el bien de alguien. Eso habla de tu bondad, no de tu estupidez. Las palabras eran sinceras. Portia realmente lo creía. Había dedicado su vida a ayudar a personas como Sarah porque entendía ese dolor visceralmente. Su propia madre había pasado por una traición similar cuando Portia tenía diecisiete años, y recordaba haberla sostenido mientras lloraba, prometiéndose que algún día ayudaría a otras mujeres a navegar ese infierno. —¿Qué hago ahora? —preguntó Sarah con voz quebrada—. ¿Cómo sigo adelante? ¿Me quedo? ¿Me voy? Tengo dos niños, un trabajo de medio tiempo, y ninguna idea de cómo empezar de nuevo si me divorcio. Portia escuchó mientras Sarah exploraba sus miedos, sus opciones, sus esperanzas conflictivas. No juzgaba. Solo sostenía ese espacio seguro donde Sarah podía ser completamente honesta consigo misma. El reloj marcó las seis. Hora de terminar, pero Portia esperó unos minutos extra—nunca cortaba una sesión cuando alguien estaba en medio de un momento vulnerable. —Sarah, esto que estás sintiendo ahora no es lo que sentirás para siempre —dijo finalmente—. Lo prometo. Vas a encontrar claridad. Vas a tomar la decisión correcta para ti. Y voy a estar aquí contigo en cada paso del camino. Sarah se levantó, abrazó a Portia impulsivamente. —Gracias, Doctora Vale. No sé qué haría sin usted. —Portia, por favor. Y recuerda: eres más fuerte de lo que crees. Cuando Sarah salió con pasos más firmes de los que había entrado, Portia sintió esa satisfacción cálida que hacía que todo valiera la pena. Estos momentos. Estas pequeñas victorias contra el dolor. Se quitó los aretes de perlas—regalo de Latham en su tercer aniversario— y masajeó sus sienes. Las jaquecas eran cada vez más frecuentes. Absorber el dolor emocional de otros todo el día cobraba su precio. “Necesitas cuidarte mejor”, le decía Latham constantemente. Y tenía razón. Pero ¿cómo dejas de sentir cuando sentir profundamente es quien eres? Su teléfono vibró sobre el escritorio. Número desconocido. Portia contestó, esperando que fuera referencia de algún colega. —¿Dra. Vale? Habla Edmund Torres, del bufete Torres & Asociados. Un abogado. Portia sintió un pinchazo de ansiedad. Los abogados raramente llamaban con buenas noticias. —Dígame, señor Torres. —Lamento informarle que su tía Margaret Vale falleció hace tres días. Un ataque cardíaco. Fue muy rápido, no sufrió. Portia se quedó paralizada. Margaret. Su tía. La hermana mayor de su padre, una mujer distante que había aparecido esporádicamente en su vida—Navidades ocasionales, funerales familiares; siempre con esa mirada evaluadora que hacía sentir a Portia como si no diera la talla. Pero seguía siendo familia. Seguía siendo alguien que llevaba su sangre. —Yo… no lo sabía —logró decir, sintiendo las lágrimas picar sus ojos—. No éramos cercanas, pero… Dios. Esto es terrible. ¿Cómo…? —Fue en su casa. Su asistenta la encontró. Como dije, fue rápido. No sufrió. Portia se llevó una mano a la boca, procesando. Margaret había estado viva hace tres días y ella no tenía idea. ¿Cuándo había sido la última vez que habían hablado? ¿Dos años? ¿Tres? Y ahora nunca más podrían. —Hay otro asunto que debo comunicarle —continuó Edmund. Su tía la nombró como única beneficiaria en su testamento. Portia parpadeó, confundida. —¿Perdón? —Su patrimonio completo. La casa, las inversiones. Todo va para usted. Estamos hablando de aproximadamente veintitres millones de dólares, Dra. Vale. El mundo se inclinó. Veintitrés millones. De una mujer que apenas había mostrado interés en ella. ¿Por qué? —Debe haber un error —dijo Portia—. Margaret y yo… no teníamos esa relación. Ella apenas me conocía. —No hay error; los documentos son muy claros. Cambió su testamento hace ocho meses. Portia se sentó pesadamente en su silla, abrumada. Dolor por la pérdida, shock por la herencia, confusión por ambas cosas a la vez. —Necesito… necesito procesar esto —murmuró. —Por supuesto. ¿Puede venir a mi oficina mañana a las tres? Tengo documentos que necesita firmar. —Sí. Sí, estaré ahí. Cuando colgó, Portia se quedó mirando su teléfono, las lágrimas finalmente escapando. Margaret había muerto. Y por alguna razón incomprensible, le había dejado todo. Su teléfono vibró de nuevo. Mensaje de Latham: “Amor, ¿llegas tarde? Hice tu pasta favorita ♥” Latham. Su esposo. Su roca. La persona que siempre sabía exactamente qué decir para hacerla sentir mejor. Necesitaba verlo. Necesitaba sus brazos alrededor de ella mientras procesaba esto. Portia tomó su bolso y salió del consultorio casi corriendo. En el elevador, esperando el descenso del piso quince, otro mensaje llegó. Número desconocido. “Pregúntale a tu esposo sobre Marlowe Street.” Portia frunció el ceño, confundida. ¿Marlowe Street? ¿Qué era eso? Probablemente mensaje equivocado. Le pasaba ocasionalmente. Lo borró sin pensar mucho y salió hacia el estacionamiento, todavía procesando la noticia de Margaret.