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Capítulo 3: La herencia imposible

Portia despertó con el sol filtrándose por las cortinas y el espacio junto a ella vacío.

Latham siempre se levantaba temprano—una consecuencia de años trabajando en construcción antes de volver a la arquitectura. No importaba cuántas pastillas tomara para dormir, su reloj interno lo despertaba a las seis en punto.

Portia estiró el brazo hacia su teléfono para ver la hora. 7:15 AM. Su primera consulta no era hasta las nueve treinta, así que tenía tiempo.

Desbloqueó su teléfono y vio las notificaciones. Dos mensajes del número desconocido de anoche.

“Pregúntale quién es la mujer de las fotos.”

“Él está mintiéndote. Siempre lo ha hecho.”

Portia frunció el ceño, sentándose en la cama. ¿Qué era esto? Leyó el primer mensaje de nuevo—el de Marlowe Street que había borrado sin pensar.

¿Alguien estaba jugando una broma cruel? ¿Algún ex paciente descontento tal vez?

Le había pasado antes. Algunas personas culpaban al terapeuta cuando su matrimonio terminaba de todas formas. Portia había recibido algunos emails desagradables, un par de reseñas negativas falsas en línea.

Pero esto se sentía… diferente. Más personal. Más específico.

“Pregúntale quién es la mujer de las fotos.”

¿Qué fotos? ¿Qué mujer?

Portia marcó el número. Buzón de voz genérico. Intentó responder al mensaje de texto—el mensaje no se entregó.

Escuchó movimientos abajo. Latham en la cocina, probablemente preparando café.

¿Debería preguntarle sobre esto? ¿Mostrarle los mensajes?

Portia dudó. Parecía ridículo. Dramático. Como las esposas paranóicas en las películas que acusaban a sus maridos basándose en nada.

Y Latham no le mentía. No podía. Portia había sido su terapeuta durante seis meses antes de que se volvieran pareja. Lo conocía mejor que nadie. Cada rincón de su mente, cada sombra de su pasado. Él no tenía secretos de ella.

No podía tenerlos.

Decidió dejarlo por ahora. Si los mensajes continuaban, los reportaría como acoso.

Portia se duchó, se vistió con un traje azul marino que le daba aire profesional pero accesible, se maquilló con su cuidado habitual—no demasiado, solo lo suficiente para verse pulida.

Cuando bajó, Latham estaba en la cocina preparando un omelette.

—Buenos días, bella —sonrió—. ¿Dormiste mejor?

—Un poco. —Portia aceptó el café que le ofreció—. Gracias por anoche. Por estar ahí.

—Siempre voy a estar ahí. —Latham sirvió el omelette en dos platos—. ¿Cómo te sientes hoy? ¿Sobre Margaret?

Portia consideró la pregunta honestamente.

—Triste. Confundida. Culpable por no haber intentado más con ella. —Tomó un bocado del omelette—. Y abrumada por la herencia. No sé qué hacer con eso todavía.

—No tienes que decidir nada hoy. —Latham cubrió su mano con la suya—. Date tiempo para procesar todo.

Desayunaron juntos, conversación ligera sobre sus planes del día. Latham tenía reunión con cliente a las nueve, luego trabajo en un diseño hasta tarde. Portia tenía consultas hasta las dos, luego la cita con el abogado a las tres.

Rutina normal. Cómoda. Familiar.

Y sin embargo, esos mensajes hacían eco en su mente.

“Marlowe Street.”

“La mujer de las fotos.”

“Él está mintiéndote.”

Cuando Latham se despidió con beso en la puerta—“te amo, nos vemos esta noche”—Portia lo observó caminar hacia su BMW negro, su postura relajada, sin preocupación aparente.

No había nada sospechoso. Nada inusual.

Era solo su Latham. El hombre que ella amaba. El hombre que la amaba.

¿Entonces por qué ese pequeño pellizco de duda en su estómago?

Portia cerró la puerta, sacó su teléfono, y buscó en G****e Maps: “Marlowe Street”.

Existía. Una calle en las afueras, zona semi-rural.

No había razón para que Latham estuviera ahí. Ni trabajo ni amigos en esa área.

Probablemente no significaba nada.

Probablemente.

Pero esa tarde, cuando Portia llegó a la oficina del abogado Edmund Torres, descubriría que “probablemente” no era suficiente

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