Capítulo 2: Malas noticias

Portia manejó a casa en piloto automático, sus pensamientos un torbellino.

Margaret estaba muerta. Margaret, quien siempre había parecido indestructible con esa espina dorsal de acero y esa mirada que podía congelar agua. La misma Margaret que criticaba todo—la elección de carrera de Portia (“terapia es para gente que no puede resolver sus propios problemas”), su matrimonio con Latham (“arquitecto sin firma propia, qué ambicioso”), hasta su forma de vestir (“demasiado suave, demasiado accesible, pareces secretaria no profesional”).

Y sin embargo, le había dejado todo.

¿Por qué?

Las lágrimas nublaban ocasionalmente su visión mientras conducía. Portia las limpiaba rápidamente, tratando de mantenerse enfocada en el camino. No era solo tristeza por Margaret—aunque había una pena genuina ahí, por oportunidades perdidas de conocerse mejor. Era más complejo que eso.

Era pérdida. Era culpa por no haber intentado más. Era confusión por la herencia que no entendía.

Era todo mezclado en un nudo imposible de deshacer.

Cuando llegó a su casa—una construcción moderna de dos pisos que Latham había ayudado a diseñar, su primer proyecto significativo después de que Portia lo ayudara a reconstruir su vida—vio luz cálida en las ventanas y sintió ese alivio instantáneo.

Casa. Seguridad. Latham.

Entró y el aroma a ajo, albahaca y tomate la envolvió como abrazo.

—¡Ahí estás! —Latham apareció desde la cocina, sonrisa preocupada ya formándose al ver su expresión—. Amor, ¿qué pasó?

Y ahí, en el umbral de su propia casa, Portia se quebró.

Las lágrimas que había estado conteniendo durante el trayecto a casa finalmente la vencieron. Latham llegó a ella en tres pasos largos, la envolvió en sus brazos.

—Estoy aquí —murmuró contra su cabello—. Te tengo. Respira, amor. Solo respira.

Portia se aferró a él, sintiendo la solidez de su cuerpo, el latido firme de su corazón contra su mejilla. Este era el hombre que conocía cada rincón de su alma. El hombre al que ella había ayudado a sanar, y quien la había ayudado a creer en el amor otra vez después de ver el divorcio amargo de sus padres.

—Mi tía Margaret murió —logró decir entre sollozos—. Hace tres días. Y yo ni siquiera… ni siquiera sabía que estaba enferma.

Latham la guió hacia el sofá, la sentó, se arrodilló frente a ella tomando sus manos.

—Dios, Portia. Lo siento tanto, amor. —Sus ojos café mostraban ese dolor empático que era tan característico de él. Latham sentía todo profundamente, casi tanto como ella—. ¿Qué pasó?

—Ataque cardíaco. Su abogado me llamó. Fue rápido al menos. —Portia secó sus mejillas con manos temblorosas—. Sé que no éramos cercanas. Sé que ella era difícil. Pero sigue doliendo, ¿sabes? Porque ahora nunca tendremos oportunidad de…

No pudo terminar. Latham la abrazó de nuevo.

—Lo sé. La muerte es siempre final, sin importar qué tipo de relación tuvieras. —La meció suavemente—. ¿Cuándo es el funeral?

—No lo sé todavía. Voy con el abogado mañana.

—¿Quieres que te acompañe? Puedo cancelar mi reunión de la mañana.

Portia se apartó lo suficiente para mirarlo. Latham Cross, con su rostro hermoso marcado por preocupación genuina. Alto, atlético, con ese cabello oscuro que siempre necesitaba un corte pero que ella amaba despeinado. Sus ojos café la miraban con esa intensidad que había sido lo primero que la atrajo hacia él hace cinco años.

No, eso no era cierto. Lo primero había sido su vulnerabilidad. Su dolor honesto. Su capacidad de sentir todo sin vergüenza.

Después del dolor vino el amor.

—No necesitas cancelar —dijo Portia—. Estaré bien. Es solo papeleo.

—¿Segura?

—Segura. Pero gracias. —Lo besó suavemente—. Eres muy bueno conmigo.

—Tú me enseñaste a serlo.

Cenaron juntos en el sofá, pasta perfecta que Latham había preparado con ese cuidado meticuloso que ponía en todo. Hablaron de memorias vagas de Margaret, de la familia disfuncional de Portia, de la muerte y la pérdida.

Portia se sintió mejor hablando. Latham siempre sabía escuchar, hacer las preguntas correctas, darle espacio para procesar.

Fue solo después del postre, cuando estaban acurrucados viendo una película que ninguno realmente veía, que Portia recordó.

—Ah, hay algo más —dijo—. Margaret me dejó su herencia. Todo su patrimonio.

Latham se tensó ligeramente.

—¿En serio? Pero… pensé que no eran cercanas.

—No lo éramos. Por eso es tan extraño. —Portia se incorporó para mirarlo—. El abogado dijo que es muchísimo dinero. Como… veintitrés millones.

La expresión de Latham pasó por varios estadios—shock, incredulidad, algo que Portia no pudo identificar completamente, y luego… ¿emoción contenida?

—Veintitrés millones —repitió—. Portia, eso es… eso es que nunca más tendrías que preocuparte por dinero. Podrías dejar tu práctica si quisieras. Viajar. Hacer lo que fuera.

—No voy a dejar mi práctica —dijo Portia inmediatamente—. Amo lo que hago.

—Lo sé, lo sé. Solo digo que podrías. Tendrías opciones. —Latham tomó sus manos—. Amor, esto es increíble. Sé que es raro dadas las circunstancias, pero… esto podría cambiar nuestras vidas.

Portia asintió, viendo la emoción crecer en los ojos de Latham. Y lo entendía. Él había estado ahorrando durante años para eventualmente abrir su propia firma de arquitectura. Este dinero podría hacer ese sueño realidad inmediatamente.

—Tendríamos que ser inteligentes al respecto —dijo—. Invertirlo bien. Usarlo con propósito.

—Por supuesto. —Latham la besó—. Pero primero, descansa. Ha sido un día largo y difícil para ti.

Tenía razón. Portia se sentía exhausta emocionalmente.

Subieron a dormir juntos, Latham tomando sus pastillas habituales para dormir—las que necesitaba desde su trauma con el incendio años atrás. Portia se acurrucó contra él, agradecida por su presencia sólida.

—Te amo —murmuró Latham antes de quedarse dormido.

—Yo también te amo —respondió Portia sinceramente.

Y lo hacía. De eso estaba segura.

Lo que no sabía era que su teléfono, en el buró al lado de la cama, estaba iluminándose silenciosamente con dos mensajes nuevos del número desconocido.

Mensajes que no leería hasta la mañana.

Mensajes que cambiarían todo.

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