Mundo ficciónIniciar sesiónTras la aparición de pruebas falsas sobre movimientos ilegales en las empresas Lancaster, le arrebataron sus bienes a la familia y metieron al dueño en prisión. La caída del imperio Lancaster fué implacable y devastadora. Trazada con malicia por quien menos lo esperaban, un socio que pretendía ser bueno pero solo era un lobo disfrazado de cordero. Mathilde Lancaster, la joven heredera, quedó sola tras la pérdida de ambos padres quienes no soportaron la horrible situación que los había arrasado como un huracán. Lo único que ella quería era obtener pruebas de la inocencia de su padre para limpiar el apellido de su familia y recuperar la empresa que tanto sacrificio había costado hacer llegar a la cima, la cual Thomas Davenport había arrebatado y vuelto suya. Ese hombre ocultaba una profunda obsesión por Mathilde, pero tras enterarse cuál era su objetivo, el objeto de su deseo se volvió tan solo una amenaza para todo lo que había conseguido y debía eliminarla. Mathilde se vió acorralada por matones de Thomas mientras intentaba huir, cayendo al vacío pero despertando de golpe dándose cuenta que reencarnó años atrás. Decidió que no sería la misma joven imprudente y débil del pasado. Si quería derribar a su enemigo lo mejor era hacerlo desde dentro, cambiando su apariencia y seduciéndolo para ganarse su confianza. Aunque nunca pensó que la repentina aparición de un hijo biológico de Thomas fuera a volverse un tentador fallo en el plan en el que debía evitar caer. Lo que no parecía difícil, pues estaba cegada por su venganza. Pero Brendan Davenport también tenía sus propios secretos, y uno de ellos tenía que ver con Mathilde. Secretos, obsesiones, romance, venganza y traiciones en LA VENGANZA DE LA HEREDERA.
Leer másLa profunda oscuridad del cielo nocturno envolvía la cima de aquél edificio. La tensión en el aire era una danza silenciosa que parecía estar por llegar a su clímax.
Mathilde no supo en qué momento, presa de los nervios, había terminado en aquél lugar. Solo buscaba huir y terminó viéndose acorralada por unos matones de aspecto intimidante. —El señor Davenport ya sabe quién eres, Mathilde —habló uno de ellos—. Abandona la resistencia y pon las cosas fáciles. De otro modo, nos veremos obligados a hacerlo por las malas. La oscuridad en su mirada y la amenaza latente en sus palabras hizo que Mathilde tragara con dureza, sintiendo un nudo en la garganta. —Eres rebelde pero tienes buen cuerpo —mencionó con un tono lascivo, oscuro—. ¿Qué tal si nos sirves antes de morir? Será una buena acción, ¿no? Mathilde retrocedió, y el tacón de su zapato derecho se enganchó en una grieta, vió como las piedras caían rodando hacia abajo. Estaba al borde de la azotea. Treinta pisos más abajo, el tráfico se veía como una colonia de hormigas luminosas. Su instinto de supervivencia la llevó a tratar de buscar una salida de esa situación pero sólo logró aumentar su nerviosismo al darse cuenta de que no había dónde correr. «Si deciden atacarme, no podré contra ellos» —Tus padres murieron hace tiempo, niña. ¿Aún pretendes descubrir la verdad? Solo terminarás estrellándote contra el mismo muro, una y otra vez. Mathilde no era tonta, sabía que aquél hombre había mencionado la muerte de sus padres para desestabilizarla. Aún así, inevitablemente, aquellas palabras se sintieron como un flechazo al centro de su pecho. Los recuerdos de su pasado seguían frescos en su mente, como una herida que no puede cicatrizar porque no puedes dejar de tocar. Hubo un tiempo en que Mathilde vivía felíz junto a sus padres, hasta que de un momento para otro la malicia de un hombre terminó con todo, llevándolos a la ruina. La traición llegó de manera inesperada. El golpe lo había dado alguien cercano, socio de su padre y aparente amigo: Thomas Davenport. Un hombre que parecía ser amable, pero que en realidad escondía una mente calculadora. Durante años, Thomas había albergado hacia Mathilde un deseo de posesión que nadie conocía. Se sentía fascinado por su belleza e inteligencia, pero al mismo tiempo envidiaba la confianza que su padre le tenía. Para él, arrebatarle todo a la familia Lancaster no era solo una cuestión de riqueza y poder, sino también la manera de obligar a Mathilde a depender por completo de él, sin dejarle posibilidad de escape. La repentina aparición de supuestas pruebas de lavado de dinero y actividades ilegales en la empresa de su padre hicieron que las autoridades lo llevaran a prisión. Mathilde sabía que eran falsas y, junto a su padre, no tardaron en descubrir de quién se trataba cuando Thomas convenció a la mesa directiva de que fuera él quien ocupara el puesto como CEO. Desde ese momento, la decadencia de la familia Lancaster sucedió como un huracán: brutal, implacable y devastadora. Les quitaron todos sus bienes, llevándolos a la ruina económica. La situación con su padre sospechosamente parecía no avanzar, sino todo lo contrario. El estado de salud de su padre se deterioró rápidamente y, en apenas unos meses, murió de un infarto. Y cuando Mathilde pensó que ya nada podía empeorar, su madre no soportó el peso de tantas desgracias y también falleció poco después. Mathilde Lancaster estaba sola, perdida y destrozada. La situación había dejado una herida tan profunda en su interior que no creía posible curarse alguna vez. Lo único que la mantenía en pie entre las ruinas era la obsesión por descubrir la verdad: quería dar descanso a sus padres y hacer que el culpable de su desgracia pagara por sus crímenes, aunque eso no pudiera devolver el tiempo atrás. Aquél hombre tenía razón: solo había conseguido estrellarse contra el mismo muro, una y otra vez. Dos años atrás, decidió continuar con el legado de su padre. Buscó a antiguos aliados de éste y fundó una nueva empresa, con la intención de recuperar la compañía que Thomas les había arrebatado. Sin embargo, pocos días antes de que su nueva empresa saliera a bolsa, Thomas descubrió sus planes. Mathilde se había vuelto su única amenaza, la mujer que siempre había querido para sí era también quien continuaba buscando pruebas para exponer sus mentiras. Y debía ocuparse de eso. Aún presa de los nervios que tensaban su vientre, Mathilde no se dejó intimidar, aferrándose a su promesa de luchar hasta el final. —¿Acaso el señor Davenport los envió a atacarme directamente? Les advierto que esto tendrá consecuencias —intentó inútilmente persuadirlos. Uno de los matones emitió una risa burlona, maliciosa. —Eres una niña demasiado ingenua —escupió con desprecio—. En Londres nadie tiene más poder que Thomas Davenport. Si él ordena algo, ¿quién va a atreverse a negarlo? Tu deberías saberlo. Mathilde no podía mentirse a sí misma, aquél sujeto tenía razón. Thomas Davenport tenía dinero, poder, conexiones y, sobre todo, una inteligencia fría y calculadora que siempre lo llevaba a conseguir lo que quería, incluso si para ello debía arrebatarlo, mentir o arruinar a inocentes. Nadie se atrevería nunca a ir en su contra. Mathilde sentía a aquellos hombres cada vez más cerca. La mirada del líder se deslizó por su cuerpo de una manera que le revolvió el estómago. La joven se estremeció, no por la brisa nocturna que acarició su cabello chocolate, sino por el escalofrío que le recorrió la columna: miedo. Al verlo acercarse no dudo en retroceder. Casi tropezó con sus tacones y cuando observó detrás suyo una sensación vertiginosa se instaló en su vientre. —Ven aquí —El hombre se abalanzó sobre ella sin darle tiempo a pensar. —¡No! ¡Suéltame! Mathilde no dejó que el miedo la venciera e intentó luchar contra el fornido cuerpo de aquél tipo. —Somos cuatro y tú una —pronunció otro de los hombres, acercándose a ella amenazadoramente—. Más grandes y fuertes. Los ojos azules de Mathilde se abrieron con pánico al verlo desabrochar su cinturón. En un impulso logró rasguñar el rostro del hombre que intentaba tocarla, logrando que retrocediera lo suficiente para propinarle una patada. —¡Perra! En su intento de huída, el hombre logró tirar del cabello de Mathilde, arrebatándole un grito agudo. En medio del forcejeo, aquél hombre preso de la rabia intentó rasgar la blusa de Mathilde pero cuando ella escupió su rostro él la abofeteó. Ninguno de los dos notaba lo cerca que estaban del borde, hasta que en medio del brusco acto, el hombre terminó por empujar a Mathilde por la azotea. Un jadeo escapó de la boca de la joven quien, por inercia, elevó sus brazos como si aún buscara algo de lo que sostenerse. El vértigo de la caída le provocó una sensación de vacío en el estómago. El tiempo pareció volverse lento. Lo último que llegó a su mente, fué un rostro, un nombre y una promesa: «Ni siquiera en otra vida podría perdonar nunca a Thomas Davenport»(Cuatro meses después)El viento del Atlántico soplaba con una fuerza constante, cargado de sal y de una humedad fría que se adhería a la piel, pero que no calaba los huesos como la lluvia de la ciudad. Aquí, el agua limpiaba.Matilde estaba sentada en el porche de madera envejecida de la casa que habían alquilado en la costa norte. Tenía una taza de té de hierbas humeante entre las manos, y sus ojos verdes, antes siempre vigilantes, escaneaban la línea del horizonte donde el cielo grisáceo se fundía con el mar revuelto.Ya no había rastro de Chloe Bennett.El cabello rubio platino, esa armadura brillante y perfecta que había llevado como un yelmo de guerra, había desaparecido. Ahora lucía su castaño natural, con mechones más claros quemados por el sol de la costa, recogido en un moño desordenado sujeto con un lápiz de madera. No llevaba maquillaje. Su piel, pálida y limpia, mostraba algunas de las pecas que había ocultado.No llevaba seda, ni diamantes, ni esos tacones de aguja que c
El mundo exterior estalló en luces azules y rojas, pero para Matilde y Brendan, el verdadero estruendo estaba ocurriendo en el espectro invisible de la red.Los oficiales los sacaron del coche con gritos y armas en alto, tratándolos como fugitivos peligrosos. Brendan no se resistió. Se dejó esposar, su única preocupación era mantener la vista fija en Chloe, quien era sostenida por una oficial mujer. Estaba sucia, cubierta de hollín y sangre seca, con el vestido de novia rasgado hasta los muslos, pero se mantenía erguida con una dignidad que intimidaba.—¡Están cometiendo un error! —gritó Brendan mientras lo empujaban contra el capó de la patrulla—. ¡Tienen que revisar sus teléfonos! ¡Miren las noticias!—¡Cállese! —ordenó un sargento.Pero el silencio no duró.Primero fue un pitido. Luego otro. En cuestión de segundos, los teléfonos personales de los oficiales, las radios de la patrulla y los dispositivos en sus cinturones comenzaron a vibrar y sonar en una cacofonía disonante.La "ba
La carretera era una cinta de asfalto negro devorada por los faros del coche y la lluvia torrencial. El mundo exterior era un borrón de velocidad y oscuridad, pero dentro del vehículo, el aire estaba cargado de una estática mortal.Brendan conducía con la desesperación de un hombre que sabe que la muerte le pisa los talones. El motor rugía, forzado al límite, mientras tomaba las curvas de la carretera secundaria derrapando sobre el barro. El viento aullaba a través de la luneta trasera destrozada, trayendo consigo el frío y el ruido de la tormenta.—No estamos a salvo —dijo él, mirando compulsivamente por el espejo retrovisor destrozado—. Él no nos dejará ir. Nunca.Matilde estaba encogida en el asiento del copiloto, con la computadora portátil abierta sobre sus rodillas. La pantalla iluminaba su rostro sucio y pálido con un resplandor azul espectral.—Lo sé —dijo ella. Sus dedos volaban sobre el teclado, ignorando el temblor de sus manos—. Por eso tenemos que matarlo ahora. Antes de
El interior de la habitación se convirtió en una jaula de violencia.Thomas se recuperó del primer golpe con una rapidez aterradora. No peleaba con furia ciega, sino con la precisión brutal de quien ha tenido que ensuciarse las manos para construir un trono. Lanzó un golpe al estómago de Brendan que le sacó el aire, doblándolo por la mitad.—Eres débil, Brendan —gruñó Thomas, agarrando a su hijo por el cuello de la camisa y estrellándolo contra la pared de terciopelo—. Siempre fuiste débil. Demasiado corazón. Demasiada conciencia.Brendan sintió el sabor cobrizo de la sangre en su boca. Su visión se nubló, pero su mano derecha se cerró instintivamente sobre el objeto duro en el bolsillo de su abrigo: los discos duros. La vida de su padre.—No soy débil —jadeó Brendan, escupiendo sangre a los pies de Thomas—. Soy el hombre que acaba de robarte tu imperio.Los ojos de Thomas se abrieron de par en par. Por una fracción de segundo, la duda cruzó su rostro.Brendan aprovechó esa grieta.No
Mientras Thomas Davenport se perdía en la contemplación de su víctima rota, acariciando el cabello de Chloe con la devoción enfermiza de un coleccionista que limpia el polvo de una estatua, el verdadero peligro se movía tres pisos más abajo.Brendan emergió de las sombras de la bodega antigua como un espectro nacido del barro.Estaba cubierto de tierra y grasa, empapado por el agua estancada de los túneles de drenaje que no se habían usado en décadas. Sus manos sangraban de nuevo, los nudillos en carne viva por haber forzado la vieja puerta de hierro oxidado que conectaba los cimientos con la casa principal. Pero no sentía dolor. La adrenalina había anestesiado su cuerpo, convirtiéndolo en una máquina con un solo propósito.Subió las escaleras de servicio en silencio, descalzo para no hacer ruido con las suelas mojadas sobre la madera.La mansión estaba en una calma sepulcral. La mayoría de los guardias patrullaban el perímetro exterior, convencidos de que la amenaza estaba fuera, gri
El silencio en la habitación acolchada ya no era una pausa entre gritos; se había convertido en un estado sólido, pesado como el plomo, que aplastaba el aire hasta volverlo irrespirable.Habían pasado dos días. O quizás tres. En la oscuridad artificial, el tiempo se medía por las bandejas de comida que entraban y salían intactas.Matilde yacía de costado en la cama, las rodillas llevadas al pecho en posición fetal. El vestido de novia, que días atrás había sido una armadura de seda y orgullo, ahora era una segunda piel grisácea y arrugada, un sudario que olía a su propio miedo y estancamiento.Ya no luchaba contra las ataduras. La seda había dejado marcas rojas y púrpuras en sus muñecas, pero el dolor físico era un ruido de fondo distante. El fuego del odio, ese combustible que Thomas había alabado con tanto fervor, se había consumido. No quedaban brasas. No quedaban cenizas. Solo un vacío frío y absoluto.La puerta se abrió.La luz del pasillo hirió sus ojos, pero no parpadeó. No se
Último capítulo