El interior de la habitación se convirtió en una jaula de violencia.
Thomas se recuperó del primer golpe con una rapidez aterradora. No peleaba con furia ciega, sino con la precisión brutal de quien ha tenido que ensuciarse las manos para construir un trono. Lanzó un golpe al estómago de Brendan que le sacó el aire, doblándolo por la mitad.
—Eres débil, Brendan —gruñó Thomas, agarrando a su hijo por el cuello de la camisa y estrellándolo contra la pared de terciopelo—. Siempre fuiste débil. Demasiado corazón. Demasiada conciencia.
Brendan sintió el sabor cobrizo de la sangre en su boca. Su visión se nubló, pero su mano derecha se cerró instintivamente sobre el objeto duro en el bolsillo de su abrigo: los discos duros. La vida de su padre.
—No soy débil —jadeó Brendan, escupiendo sangre a los pies de Thomas—. Soy el hombre que acaba de robarte tu imperio.
Los ojos de Thomas se abrieron de par en par. Por una fracción de segundo, la duda cruzó su rostro.
Brendan aprovechó esa grieta.
No