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La carretera era una cinta de asfalto negro devorada por los faros del coche y la lluvia torrencial. El mundo exterior era un borrón de velocidad y oscuridad, pero dentro del vehículo, el aire estaba cargado de una estática mortal.

Brendan conducía con la desesperación de un hombre que sabe que la muerte le pisa los talones. El motor rugía, forzado al límite, mientras tomaba las curvas de la carretera secundaria derrapando sobre el barro. El viento aullaba a través de la luneta trasera destrozada, trayendo consigo el frío y el ruido de la tormenta.

—No estamos a salvo —dijo él, mirando compulsivamente por el espejo retrovisor destrozado—. Él no nos dejará ir. Nunca.

Matilde estaba encogida en el asiento del copiloto, con la computadora portátil abierta sobre sus rodillas. La pantalla iluminaba su rostro sucio y pálido con un resplandor azul espectral.

—Lo sé —dijo ella. Sus dedos volaban sobre el teclado, ignorando el temblor de sus manos—. Por eso tenemos que matarlo ahora. Antes de
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