El silencio en la habitación acolchada ya no era una pausa entre gritos; se había convertido en un estado sólido, pesado como el plomo, que aplastaba el aire hasta volverlo irrespirable.
Habían pasado dos días. O quizás tres. En la oscuridad artificial, el tiempo se medía por las bandejas de comida que entraban y salían intactas.
Matilde yacía de costado en la cama, las rodillas llevadas al pecho en posición fetal. El vestido de novia, que días atrás había sido una armadura de seda y orgullo, ahora era una segunda piel grisácea y arrugada, un sudario que olía a su propio miedo y estancamiento.
Ya no luchaba contra las ataduras. La seda había dejado marcas rojas y púrpuras en sus muñecas, pero el dolor físico era un ruido de fondo distante. El fuego del odio, ese combustible que Thomas había alabado con tanto fervor, se había consumido. No quedaban brasas. No quedaban cenizas. Solo un vacío frío y absoluto.
La puerta se abrió.
La luz del pasillo hirió sus ojos, pero no parpadeó. No se