La reina de las grietas

La reina de las grietasES

Romance
Última actualización: 2025-07-17
Devon  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Liria es la hija primogénita del Archiduque de Ervenhall, un hombre frío y calculador que nunca la vio como más que una pieza en su tablero de poder. En su cumpleaños numero 22, su destino es sellado: es enviada como esposa al monarca Caelan de Norvhar, un reino rival con el que su padre ha mantenido décadas de tensiones encubiertas. Al llegar al norte, Liria es recibida con indiferencia y confinada en una antigua torre del castillo, lejos de la corte y los asuntos reales. Ignorada por su esposo, despreciada por la nobleza local y vigilada por ojos que no puede ver, comienza a perder la esperanza… hasta que un extraño incidente rompe la monotonía. Un mensaje escondido entre los muros. Una sombra que la protege en secreto. Un recuerdo prohibido del pasado de Caelan. Liria se verá envuelta en un juego de alianzas invisibles y heridas no cicatrizadas, donde el mayor enemigo no será el rey… sino quienes lo rodean.

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Capítulo 1

1

La mañana en Ervenhall amaneció con una niebla densa que parecía negarse a levantar el rostro del suelo. Era inusual para la temporada, pero no para el ánimo que se respiraba en el Ala Este del palacio. Nadie sonreía. Nadie alzaba la voz. Hasta las aves, que solían poblar los jardines de invierno, parecían haber migrado en silencio.

Liria de Ervenhall se encontraba frente al gran espejo de tres cuerpos en su cámara privada, con las manos cruzadas sobre el regazo y la mirada clavada en su reflejo. La tela de su vestido, un azul celeste con bordados plateados, caía sobre sus hombros como una celda de seda. Era un vestido diseñado para una reina, no para una prisionera, y sin embargo no podía recordar cuándo se había sentido tan profundamente atrapada.

A sus veintidós años, Liria había vivido lo suficiente como para comprender que los gestos más refinados podían encubrir las traiciones más sucias. Su padre, el Archiduque Marden, era maestro en ese arte.

—Enderézate —ordenó una voz seca detrás de ella.

La institutriz, la anciana Celienne, había servido en la casa Ervenhall por más de cuatro décadas. Y aunque jamás le dirigía palabras amables, había en su tono hoy una dureza más filosa de lo habitual, como si cada indicación fuera una puñalada preventiva contra cualquier acto de rebeldía.

—¿Qué diferencia hace hoy si me siento erguida o no? —preguntó Liria sin moverse.

Celienne entrecerró los ojos. Su rostro era un mapa de líneas finas y surcos antiguos, como las murallas del castillo, tan familiares y frías como su corazón.

—La postura no es para ti. Es para ellos. —Se acercó y ajustó uno de los broches en el hombro del vestido—. Serás juzgada por todo: tu forma de caminar, tu manera de bajar la vista, incluso por cuánto aire ocupas. Aprende a controlar cada sombra que proyectas.

Liria dejó escapar un suspiro lento. Ya lo sabía. Lo había sabido desde el momento en que escuchó, detrás de una puerta cerrada, la conversación entre su padre y el embajador de Norvhar. Fue hace tres lunas, pero el recuerdo seguía fresco como cuchilla en la nieve.

«La guerra ha costado demasiado. El rey Caelan necesita una esposa. Y tú, Marden, una tregua duradera».

«Entonces tomará a Liria. Ella es… adecuada».

Adecuada. No valiosa. No amada. Solo útil. Como un terreno fértil, como una alianza rentable. Como un sacrificio limpio y ordenado.

Ahora, el sacrificio estaba casi completo.

El carruaje estaba ya preparado en el patio central cuando Liria descendió por las escaleras de piedra. La escarcha cubría las molduras de las barandas como si la propia arquitectura llorara en silencio su partida. Su madre no apareció para despedirla; había caído enferma —decían— al enterarse de los detalles del matrimonio. Pero Liria no sabía si creerlo. En Ervenhall, hasta los desmayos eran maniobras políticas.

Su padre la esperaba al pie del carruaje, flanqueado por dos caballeros armados con espadas ceremoniales. Marden estaba impecable, como siempre: barba recortada, capa escarlata sobre los hombros, el sello del halcón de Ervenhall brillando en el pecho. No había ternura en su mirada. Solo cálculo.

—El rey Caelan es un hombre exigente —dijo, sin preámbulo—. Si sobrevives, su corte te respetará. Si lo decepcionas, no esperes refugio aquí.

Liria alzó el rostro con lentitud. Aún sentía el sabor amargo de esa palabra en la lengua: rey. Caelan. Su esposo, al menos en papel. Un hombre que no había conocido jamás, y del que solo había escuchado rumores: que había perdido a su hermano mayor en una revuelta, que había ascendido al trono con apenas veinte años, que gobernaba con puño de hierro y sonrisa inexistente. Ningún retrato, ninguna carta. Solo la sombra de un reino al norte donde las estaciones eran largas y los corazones, más fríos aún.

—¿Y si no quiero sobrevivir? —preguntó Liria.

Marden inclinó la cabeza apenas. No como quien escucha, sino como quien calcula si vale la pena responder.

—La supervivencia no es tu elección. Es tu deber.

Después de eso, la ayudó a subir al carruaje, no con ternura, sino con precisión. Cerró la puerta de madera tallada y golpeó dos veces para indicar la partida. No hubo un beso. No hubo un “te cuidaré”. Solo la certeza brutal de que, a partir de ese momento, Liria ya no le pertenecía.

El viaje a Norvhar duró seis días. Seis días de bosques espesos, caminos embarrados y vientos que se colaban por los rincones del carruaje a pesar de las pieles que la cubrían. Cada kilómetro parecía borrar un poco más el nombre de Liria de su tierra natal. Nadie se acercaba a saludarla en los pueblos que cruzaban. Nadie lanzaba flores ni despedidas. Ella era una pieza de ajedrez desplazándose sobre un tablero que ya no le pertenecía.

La acompañaban tres sirvientes —elegidos por su padre— y un emisario norvhariano que no hablaba a menos que fuera absolutamente necesario. Se llamaba Darek, tenía una expresión pétrea y portaba una cicatriz en el pómulo derecho que lo hacía ver siempre enojado. Liria intentó entablar conversación una vez. Solo una.

—¿Qué sabe usted del rey Caelan?

Darek no apartó la vista del bosque.

—Lo suficiente para saber que no le agradará tu tono inquisitivo.

Ella no preguntó más.

Fue en la madrugada del séptimo día cuando los riscos comenzaron a anunciar la cercanía de Norvhar. Liria se despertó al notar que el carruaje había frenado. Afuera, una nevada ligera caía sobre el paisaje montañoso. El sol apenas filtraba su luz tras las nubes densas. Había castillos que nacían de colinas, pero el de Norvhar parecía haber sido tallado directamente en el corazón de una montaña. Negro, inexpugnable, con torres que rozaban las nubes como garras de obsidiana.

El carruaje atravesó el puente levadizo bajo el sonido de cuernos lejanos. Un recibimiento silencioso. Ningún grito de celebración, ningún pueblo reunido. Solo soldados alineados a ambos lados del patio, rígidos como estatuas.

Cuando la puerta del carruaje se abrió, Liria tardó un instante en bajar. El frío le cortó el aliento al instante. Respiró hondo, ajustó el abrigo de pieles que le habían preparado y descendió con la dignidad de quien sabe que cada paso será observado.

Delante de ella, en lo alto de los escalones de piedra negra, estaba él.

El rey Caelan.

Era más joven de lo que había imaginado, quizás veinticinco o veintiséis años, pero su presencia era la de un monarca curtido por inviernos largos y decisiones crueles. Vestía de gris oscuro, sin joyas ni corona. Su cabello, negro como la piedra del castillo, estaba recogido en la nuca, y su rostro… Su rostro era el retrato de la contención. Ni una sonrisa. Ni una mueca. Solo una mirada dura, inquisitiva, como si estuviera evaluando un arma que aún no decidía si empuñar o desechar.

Liria se inclinó, como dictaba el protocolo. El viento agitó su capa, y por un segundo, la nieve danzó entre ellos como un presagio.

—Majestad —dijo ella, sin titubear.

Caelan bajó un solo escalón. Sus botas resonaron con un eco que pareció extenderse hasta las entrañas del castillo. Se detuvo a una distancia prudente.

—Dama Liria. Llegas puntual.

La voz era grave, controlada. Sin cálido acento. Sin rastros de emoción. Liria alzó la vista. Él no le ofreció la mano. No hizo gesto alguno de bienvenida.

—Así fue ordenado —respondió ella.

Una pausa. Larga. Pesada.

Caelan giró sobre sus talones sin más ceremonia y subió de nuevo los escalones.

—Sígueme.

Y así fue como comenzó la vida de Liria en Norvhar. No con un beso. No con una ceremonia. No con una sonrisa. Sino con una orden fría en una tierra aún más fría.

La torre a la que fue asignada no estaba dentro del ala principal del castillo. Estaba al borde del muro exterior, cerca de los acantilados. La llamaban “la Torre de las Mareas” porque desde sus ventanas podía verse el mar gris golpeando contra las rocas con furia incansable. No había damas esperando por ella. Solo una mujer de cabello blanco y manos artríticas que dijo llamarse Bryne, y que se limitó a señalar las estancias con una vara de nogal sin pronunciar una palabra más de lo necesario.

La cama era amplia pero fría. Las cortinas eran gruesas pero no alcanzaban a contener el viento. Y la única chimenea tardó casi una hora en encenderse.

Cuando quedó sola por fin, Liria se acercó a la ventana. Desde allí podía ver todo el horizonte. Solo mar, rocas y nieve. Ninguna figura humana. Ningún recuerdo familiar. Nada que le indicara que seguía siendo quien alguna vez fue.

Apoyó una mano contra el cristal. Estaba tan helado que dolía. Como si el castillo entero respirara bajo su piel.

—Ya no soy de Ervenhall —susurró.

No había nadie para escucharla.

Y sin embargo, en algún rincón del castillo, alguien la escuchó.

Y eso cambiaría todo.

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