La primera noche en Norvhar fue un desfile de sombras. No por fantasmas ni presagios —aunque Liria habría jurado que algo susurraba entre las vigas cuando el viento aullaba fuerte—, sino por la oscuridad literal que cubría el castillo. Incluso las lámparas parecían economizar su luz, como si la penumbra fuera parte del protocolo.
Durmió poco. Las mantas pesaban, la chimenea ardía con desgano y el colchón tenía la firmeza de una tabla. Al amanecer, cuando se levantó para ver el mar desde la ventana circular de su cámara, la visión fue aún más imponente: un océano gris que se debatía sin descanso contra los acantilados, como si el mundo intentara destruir Norvhar desde abajo.
Lo comprendió entonces, de manera visceral. Este lugar no se doblegaba. Ni ante el clima, ni ante los enemigos, ni ante las mujeres entregadas por alianzas de conveniencia.
Y ella no sería la excepción.
El segundo día comenzó con la llegada de su dama de compañía.
—Se llama Auren —anunció Bryne con sequedad—. No habla mucho, pero escucha más de lo que parece.
Auren era una joven delgada, de cabello trenzado a la manera tradicional del norte: recogido en una espiral baja con pequeñas horquillas de hierro que emitían un leve tintineo al moverse. Tenía los ojos claros, pero no del azul pálido que Liria asociaba con nobleza, sino de un gris ceniciento, como el cielo de Norvhar. No se inclinó ni sonrió. Solo hizo una reverencia breve y se mantuvo de pie, esperando instrucciones.
—¿Cuántas lenguas hablas, Auren? —preguntó Liria, intentando establecer algún tipo de conexión.
—Las necesarias —respondió la muchacha sin mirarla.
Liria parpadeó. No esperaba calidez, pero esa frialdad rozaba el desprecio.
—¿Y me dirás cuáles son necesarias para no morir congelada en esta torre?
Auren alzó una ceja, casi con burla.
—El silencio. Esa es la más útil.
A media mañana, un asistente del castillo —un joven de uniforme oscuro con la expresión impasible de quien sirve sin involucrarse— trajo una bandeja con un desayuno parco: pan oscuro, mantequilla endurecida, queso fuerte y una infusión amarga. Liria no se quejó. Ya estaba aprendiendo que en Norvhar, el protocolo incluía el hambre.
—¿No me acompañará nadie del consejo real? —preguntó, cuando Bryne regresó a recoger los platos.
—El consejo no se ocupa de la reina —respondió la anciana con sorna apenas disimulada.
—¿Y el rey?
Bryne alzó los hombros con indiferencia.
—El rey tiene prioridades. Ya lo sabrá usted.
Eso fue todo.
Al tercer día, Liria pidió salir de la torre. No para pasear ni para ver la nieve —había tenido suficiente con el trayecto hasta allí—, sino para conocer el castillo, ubicar la biblioteca, tal vez la galería de retratos. Lo que fuera que le diera contexto a su nuevo mundo.
Pero Auren negó con la cabeza antes incluso de que terminara la petición.
—No hay autorización para ello.
—¿De parte de quién?
—Del maestre de protocolo. —Su voz era neutra, pero sus ojos tenían un brillo que Liria comenzaba a detestar—. Y por extensión, del rey.
—¿Del rey? ¿O de quienes le rodean?
Auren no respondió.
Esa tarde, Liria rompió una copa contra la pared. No por rabia. Por necesidad de ruido. El silencio se le estaba metiendo bajo la piel como un veneno lento.
La corte de Norvhar no se presentaba a ella. No llegaban invitaciones, ni visitas, ni siquiera misivas protocolares de bienvenida. Liria comprendió que no solo la estaban aislando: la estaban desdibujando. Era como si no existiera. Como si su presencia en la Torre de las Mareas fuera una ficción que podía borrarse con la misma facilidad con la que fue escrita en los tratados.
Los días siguientes los pasó leyendo —lo poco que Bryne le permitía sacar del armario polvoriento de la sala—, escribiendo cartas que no sabía si serían enviadas y observando el mar. Las olas eran su único consuelo constante: violentas, persistentes, libres. A diferencia de ella.
Pero el séptimo día todo cambió, no porque algo mejorara, sino porque algo se reveló.
Caelan apareció.
No hubo anuncio, ni escolta, ni protocolo alguno. Liria estaba sentada junto al fuego, bordando un pañuelo por puro tedio, cuando la puerta se abrió y el rey cruzó el umbral con la misma silenciosa autoridad con la que lo había visto en su llegada.
Auren se retiró sin que nadie le diera la orden. Bryne se desvaneció como si nunca hubiera existido.
Caelan se quedó de pie, sin sacarse el abrigo de viaje, con la mirada clavada en ella.
—Esperaba una audiencia formal —dijo Liria, con una dignidad que le costó sostener—. O al menos una nota de cortesía.
Él la observó durante largos segundos. Luego dijo:
—La formalidad es una máscara inútil entre extraños.
—¿Y el silencio? ¿Es su versión de la cortesía?
El rey avanzó un paso. Era más alto de lo que recordaba, o quizás la torre lo hacía parecer más grande, más hostil. Sus ojos eran oscuros, pero no vacíos. Eran pozos profundos donde las palabras se ahogaban antes de nacer.
—Esta torre fue construida hace siglos para las reinas consortes de Norvhar. No es un castigo. Es tradición.
—¿Y que se me niegue el acceso a la corte también es tradición?
Caelan la estudió.
—No estás preparada para sus venenos.
—¿O ellos no están preparados para mí?
Una mueca fugaz —casi imperceptible— cruzó su rostro. ¿Diversión? ¿Asombro? Imposible saberlo.
—No quiero que mueras en tu primer mes —dijo, finalmente—. Eso arruinaría el tratado.
Y con eso, se dio la vuelta y salió por la misma puerta por la que había entrado.
Liria sintió que el aire volvía a pesarle sobre los hombros. No de alivio. De impotencia.
No era una reina. No todavía.
Era una prisionera con un título bordado en oro.
Esa noche no pudo dormir. No por la conversación con el rey, sino por lo que dejó implícito. Él no la odiaba. Ni siquiera la despreciaba. Pero tampoco la necesitaba. Era como si ella fuese un elemento logístico en una guerra diplomática: necesario para la firma, irrelevante para la victoria.
Pasó horas de pie frente al ventanal, viendo las luces lejanas del puerto titilar como luciérnagas tristes. Pensó en Ervenhall. En su madre, que quizás aún no se atrevía a leer su carta de despedida. Pensó en las muchachas del sur que soñaban con coronas, ignorantes del peso que llevaban. Pensó en el trono helado al que ahora pertenecía sin haberlo elegido.
Y pensó, por primera vez en muchos años, en lo que sería vivir sin pertenecerle a nadie.
A la mañana siguiente, Bryne apareció con una novedad.
—Recibirá la visita de Lady Istrell, la consejera del tesoro. Una cortesía de parte del consejo real. Durará media hora.
Liria no preguntó por qué ni para qué. Aceptó. Cualquier cosa era mejor que el aislamiento.
Cuando Lady Istrell llegó, lo hizo acompañada de un asistente joven que no levantó la vista del suelo. Ella era alta, de cabellos color plata, con un vestido severo en tonos verdes y grises. No parecía del todo mayor, pero su rostro era anguloso como una hoja de espada, y su voz era tan suave como el desliz de una daga.
—Reina Liria —dijo con una inclinación leve—. Espero que la Torre de las Mareas no haya sido demasiado inhóspita.
Liria se mantuvo firme.
—Inhóspito sería un término generoso. Aunque reconozco su simbolismo: las reinas encerradas son mucho menos problemáticas.
Istrell sonrió. No de alegría. De reconocimiento.
—Veo que no ha perdido la agudeza. Eso puede ser útil… o peligroso.
—¿Para mí o para usted?
—Para todos.
La conversación fue breve. Istrell no hizo preguntas personales. Solo le transmitió algunos "lineamientos de conducta" en nombre del consejo, disfrazados de sugerencias: cómo presentarse en una audiencia formal (si alguna vez llegaba a ocurrir), qué temas evitar con los miembros de la corte, y —más inquietante aún— qué documentos estaban vedados para una reina consorte sin descendencia.
—¿Y si quisiera involucrarme en asuntos de estado? —preguntó Liria, sin perder el tono cortés.
—Entonces debería haber nacido hombre —respondió Istrell, sin pestañear—. O esposa de otro rey.
Después de esa visita, Liria entendió que su aislamiento no era accidental ni temporal. Era un estado permanente, orquestado con precisión. La torre, la dama silenciosa, la escasez de libros, la ausencia del consejo... todo formaba parte de una maquinaria diseñada para dejarla en una especie de limbo ornamental.
Una corona sin voz. Un anillo sin poder. Una reina sin reino.
Pero también comprendió algo más.
Que en un castillo donde todos la subestimaban, su mayor arma sería la invisibilidad.
Y estaba dispuesta a afilarla con paciencia.
Muy pronto, aprenderían que el silencio podía ser más peligroso que el grito más alto.