La luz del atardecer se filtraba por los ventanales de la biblioteca privada, tiñendo de ámbar las estanterías repletas de tomos antiguos. Liria observaba cómo los rayos del sol poniente dibujaban patrones dorados sobre el suelo de piedra pulida. El fuego crepitaba en la chimenea, único testigo de aquel momento que parecía suspendido en el tiempo.
Caelan permanecía de pie junto a la ventana, su silueta recortada contra el cielo rojizo. Sus hombros, habitualmente tensos bajo el peso de la corona, parecían más relajados en la intimidad de aquel espacio que pocos conocían. Había ordenado que nadie los molestara, ni siquiera los guardias más leales. Por primera vez desde su llegada a Norvhar, estaban verdaderamente solos.
—Nunca pensé que llegaríamos a este punto —dijo él, rompiendo el silencio. Su voz carecía de la frialdad calculada que solía acompañarla en la corte—. Cuando te vi llegar, eras solo otra pieza en el tablero de tu padre.
Liria se acercó a la mesa de roble donde reposaba u