La noche había caído sobre Norvhar con el peso implacable de un manto oscuro. En la Torre de las Mareas, el viento aullaba contra las ventanas como si quisiera arrancar el cristal con sus garras invisibles. Liria permanecía despierta, no por frío ni insomnio, sino por la sensación creciente de que no estaba sola.
Desde que había llegado, había aprendido a medir el tiempo por los ruidos del castillo: el crujir de la madera, el susurro de las cortinas, el lento goteo del agua que escapaba de alguna tubería antigua. Pero esa noche algo era distinto. Algo en el aire le indicaba que alguien merodeaba fuera de su alcoba.
Al principio pensó que era una percepción errónea, producto del cansancio o de la paranoia. Pero cuando escuchó un golpe leve, como el roce de una bota contra la piedra, no pudo negarlo.
Se levantó despacio, cuidando no hacer ruido. Caminó hacia la ventana que daba al patio exterior, ocultándose tras la gruesa cortina. La oscuridad lo envolvía todo, salvo por una débil luz tenue que iluminaba el contorno de una figura que se movía sigilosamente entre las sombras.
Liria contuvo el aliento. ¿Era un espía? ¿Un guardia? ¿O alguien que intentaba protegerla?
No tuvo tiempo para más. Un golpe seco la sobresaltó y se volteó justo a tiempo para ver cómo la puerta se entreabría y una sombra se colaba adentro con la rapidez de un suspiro.
—¿Quién está ahí? —preguntó con voz firme, aunque apenas contenía el temblor en el pecho.
La figura emergió a la luz tenue del candelabro. Era un hombre alto, de rostro serio y rasgos marcados, que llevó la mano a la empuñadura de una espada corta antes de bajar lentamente el arma.
—No temas, mi señora —dijo con voz grave, pero no exenta de cierta suavidad—. Soy Evran, comandante de la guardia del castillo. He venido a advertirte.
Liria frunció el ceño. Su corazón latía con fuerza y la mente le corría tratando de procesar lo que acababa de ocurrir.
—¿Advertirme? ¿De qué?
Evran dio un paso adelante y cerró la puerta tras de sí, asegurándose de que no los escuchara nadie.
—No es seguro para ti deambular sola ni siquiera dentro de la torre —murmuró—. Hay ojos y oídos que vigilan cada movimiento. No todos son leales al rey.
Liria sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda. Lo que Evran insinuaba no era un secreto, pero escucharlo de viva voz la hacía sentir más vulnerable.
—¿Por qué vienes a decírmelo? —preguntó con cautela—. ¿Eres un guardia del rey o un espía más?
El hombre sonrió débilmente, como si la pregunta fuera esperada.
—Ambas cosas, y ninguna. Soy el hombre que decide qué sombras deben existir y cuáles deben desaparecer en este castillo.
Por un momento, sus ojos se encontraron y Liria pudo ver la fricción interna que llevaba consigo: la tensión entre deber y convicción, entre lealtad y duda.
—Entonces dime, comandante Evran, ¿a quién puedo confiar? ¿A quién no?
Evran suspiró, recorrió la habitación con la mirada y se acercó a la ventana. Miró hacia el mar embravecido, como buscando respuestas en el horizonte.
—Confía solo en ti misma, mi señora. Y cuando sea el momento, en mí.
Los días siguientes se convirtieron en un juego de luces y sombras. Evran apareció siempre en momentos inesperados, a veces para hacer entrega de mensajes cifrados, otras para advertirla de la presencia de visitantes no deseados. Pero nunca le reveló completamente sus intenciones, ni su verdadero papel en las intrigas del castillo.
Liria comenzó a observarlo con atención. A diferencia de los demás cortesanos, él no la ignoraba ni la trataba con condescendencia. Pero tampoco mostraba afecto. Había una distancia profesional que ella interpretaba como una armadura.
Una tarde, cuando la nieve había dejado de caer y el sol apenas conseguía calentar las piedras heladas del patio, Evran la llevó a recorrer un pasaje secreto que se abría detrás de una estantería en la biblioteca de la torre. Allí, en la penumbra, le explicó que esos corredores servían para que los mensajeros y los conspiradores se movieran sin ser vistos.
—Aquí —le dijo en voz baja— es donde se tejen las verdaderas alianzas. No en el salón del trono ni en los banquetes.
Liria entendió que su destino sería más oscuro y complicado de lo que imaginaba. Pero también sintió por primera vez que no estaba completamente desamparada.
Mientras tanto, las señales de que el reino de Norvhar estaba plagado de enemigos ocultos se multiplicaban.
En las pocas audiencias a las que Liria pudo asistir, escuchó murmullos que se apagaban cuando ella entraba en la sala. Notó las miradas de recelo y sospecha de varios nobles, algunos de los cuales parecían medirla como quien evalúa una amenaza latente.
Un día, una dama anciana se acercó a ella con una advertencia velada:
—Ten cuidado, niña. En este reino, la confianza es un lujo que pocos pueden permitirse. Recuerda que la sombra puede ser aliada, pero también la más peligrosa de las espinas.
Liria comprendió entonces que su lucha no solo sería contra la indiferencia de Caelan, sino contra un laberinto de traiciones y lealtades cambiantes.
En su soledad, la joven reina escribió en su diario, una nueva promesa para sí misma: entender ese juego de sombras y espinas antes de que la destruyera.
Sabía que el tiempo no estaba de su lado. Y que, para sobrevivir, tendría que convertirse en algo que nunca quiso ser: invisible y letal.