6

El nombre no se borraba de su mente.

Serelis.

Escrito con pulso firme, sin adornos, oculto entre las piedras de la Torre de las Mareas. Una advertencia, un lamento, un susurro olvidado. Desde que leyó aquella carta, Liria no dormía igual. No por miedo, sino por la conciencia de que alguien más había estado allí. Alguien como ella. Alguien que también había sido silenciada.

Y que, sin embargo, se atrevió a escribir.

Durante tres días, Liria intentó disimular su creciente inquietud. No preguntó abiertamente, pero comenzó a observar, a escuchar con más atención. En el desayuno, mencionó casualmente antiguas reinas consortes. En la biblioteca pidió registros de la genealogía real. En la capilla, preguntó por los nombres inscritos en las lápidas sin fecha.

Pero en todas partes, la reacción fue la misma: evasiva, pulida, cuidadosamente vacía.

—No figura en los registros, mi señora —dijo el bibliotecario, sin siquiera revisar los tomos.

—¿Serelis? No reconozco el nombre —afirmó Lady Istrell, con una sonrisa fina—. Tal vez fue una dama menor. Muchas vinieron y se fueron sin dejar rastro.

Incluso Bryne, quien solía tener una lengua más suelta cuando el vino le llegaba a las mejillas, frunció los labios al oír el nombre.

—¿Quién te habló de ella? —preguntó, mientras removía una tisana.

—Nadie. Lo encontré en una nota. Escrito a mano. Aquí, en la torre.

Bryne la miró como si acabara de pronunciar un hechizo prohibido. Luego dejó la cuchara con lentitud y murmuró:

—No deberías andar buscando entre huesos, niña. Algunos aún crujen.

Liria pasó una noche entera revisando los muros de la torre. No encontró más cartas, pero sí descubrió pequeñas marcas en el interior del armario empotrado, talladas en la madera: líneas, símbolos, un alfabeto cifrado o quizás solo la expresión muda de alguien atrapado.

«Yo también fui invisible.»

Volvió a la carta y la leyó tantas veces que comenzó a memorizarla. Las palabras parecían cambiar de forma cada vez que las interpretaba. ¿Advertencia? ¿Desahogo? ¿Un llamado?

«No confíes en las manos que te acarician cuando nadie mira.»

Pero nadie la acariciaba. Nadie siquiera la miraba.

¿Había escrito eso para ella… o para sí misma?

El primer indicio de que había cruzado una línea invisible llegó con el repentino cambio de Auren. Siempre parca, siempre obediente, la joven comenzó a mostrarse inquieta. No respondía a sus preguntas. A veces evitaba su mirada. En una ocasión, cuando Liria mencionó el nombre de Serelis mientras se peinaba, Auren tiró del cabello con más fuerza de la necesaria.

—Ten cuidado —dijo la muchacha en voz baja—. Las piedras oyen más de lo que deberían.

—¿Tú sabes quién fue? —insistió Liria.

Auren guardó silencio. Luego, con un suspiro, respondió:

—Sé que las llamas del norte no siempre arden con leña. A veces arden con nombres.

Fue el propio Caelan quien quebró la rutina.

Apareció sin anunciarse en la torre al anochecer del cuarto día, con el rostro tenso y los guantes aún puestos. Bryne, al verlo, se retiró sin una palabra. Auren desapareció por el pasillo. Liria no tuvo tiempo de prepararse. Estaba sentada junto al fuego, con la carta oculta entre las páginas de un libro.

Caelan cerró la puerta tras de sí con más fuerza de la habitual.

—¿Estás buscando fantasmas? —preguntó sin rodeos.

—Busco respuestas —dijo Liria, alzando la mirada.

—¿A qué pregunta?

—¿Qué pasó con ella?

Él la observó con una intensidad nueva. No había frialdad en su rostro, sino contención. Como si estuviera sujetando algo que deseaba romper. Caminó lentamente hacia el centro de la habitación y habló sin girarse:

—Ese nombre no debe mencionarse.

—¿Por qué? ¿Quién fue Serelis?

—Una equivocación. —La palabra cayó como un golpe seco—. Un error que costó más de lo que nadie quiere admitir.

Liria se puso de pie.

—¿Una esposa? ¿Una amante? ¿Una amenaza?

—Una llama que debió haberse apagado mucho antes de incendiar el techo.

Hubo silencio.

—¿Tú la encerraste aquí? —preguntó ella con la voz apenas temblorosa.

Caelan se volvió. Por un instante, Liria vio algo en sus ojos. No era furia. Era… vergüenza.

—Yo era un muchacho cuando ocurrió. La corte decidió. El consejo selló su nombre. No se escribió en los libros. No se grabó en piedra.

—Entonces no era nadie.

—Era peligrosa —replicó él con voz áspera—. Y en este castillo, eso es peor que ser nadie.

Liria lo observó en silencio. Había una grieta en su voz que no se parecía a nada que hubiese escuchado antes. El rey se acercó al fuego y, por primera vez, pareció humano. Llevaba una herida oculta. No en el cuerpo, sino en la memoria.

—¿Qué hizo? —preguntó ella, más suavemente.

Caelan no respondió. Sólo dijo:

—No la busques más.

—Ya es tarde para eso.

El rey cerró los ojos por un instante. Luego se giró y, sin despedirse, se marchó.

Esa noche, Liria no durmió. La carta volvió a su regazo. Serelis. La reina sin tumba. La mujer sin historia. Alguien la había hecho desaparecer, borrándola del recuerdo colectivo, del archivo, de las lápidas.

Y sin embargo, había dejado su huella donde menos se esperaba: entre las piedras, entre las grietas, en la piel de quienes aún la temían.

Si Caelan se alteró por el simple acto de nombrarla, entonces Serelis no estaba muerta. No realmente.

Su historia seguía viva.

Y Liria iba a encontrarla.

Aunque le costara su lugar, su nombre, o su corona.

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