El frío mordía con menos intensidad aquella mañana. Liria lo notó mientras sus dedos, enrojecidos pero firmes, ajustaban la capa de piel sobre sus hombros. Desde el balcón de la torre este, la que una vez había sido su prisión y ahora era su refugio voluntario, contemplaba cómo el sol invernal se alzaba perezoso sobre las montañas de Norvhar.
Habían pasado tres lunas desde la batalla en el Gran Salón. Tres lunas desde que la sangre había manchado los antiguos tapices y las conspiraciones habían quedado al descubierto como cadáveres tras el deshielo. Tres lunas desde que el nombre de Liria de Ervenhall había dejado de ser un susurro despectivo para convertirse en un grito de lealtad entre muchos.
No todos, por supuesto. Nunca todos.
—Mi señora —la voz de Elara, su doncella, interrumpió sus pensamientos—. El Consejo aguarda.
Liria asintió sin apartar la mirada del horizonte. Las cicatrices en su antebrazo izquierdo, aún rosadas y sensibles, le recordaban el precio de la verdad. Se había