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La nieve caía con parsimonia sobre los patios de Norvhar, cubriendo las losas de piedra con una capa nívea que en otro contexto habría parecido pacífica. Pero en este reino, la nieve no era alivio. Era silencio. Era peso. Era advertencia.

Desde su ventana, Liria observaba cómo las estatuas de mármol en el jardín —figuras de mujeres veladas, coronadas, algunas con los brazos extendidos hacia un cielo ausente— iban quedando sepultadas bajo el frío. La figura central, la única de pie, tenía una corona rota y una daga en la mano.

Auren le había explicado su nombre esa mañana.

—Se la conoce como La Prometida del Acero. Fue la primera esposa del rey Gael, hace tres generaciones. Cuando él cayó en batalla, ella no lloró. Subió sola a la torre más alta y permaneció en silencio durante siete días. Luego se arrancó la lengua.

—¿Por qué? —preguntó Liria.

Auren solo había encogido los hombros.

—Para no tener que maldecir lo que aún amaba.

Esa tarde tendría lugar la Vigilia de las Viudas del Norte, una ceremonia anual dedicada a las esposas que habían sobrevivido a sus maridos caídos en guerra. Era un rito cerrado, femenino, antiguo. Ningún varón tenía permitido presenciarla. A Liria le había llegado una invitación breve, sin firma.

Su Majestad Liria de Norvhar, Reina Consorte

Se le espera en la Capilla del Silencio al toque de la quinta campanada vespertina.

El uso del velo negro es obligatorio.

No se permiten escoltas. No se permite hablar hasta el encendido de la última vela.

Liria había sentido el mensaje como una prueba. No era bienvenida. Solo tolerada.

La Capilla del Silencio se encontraba en el ala sur, apartada de la nave principal del castillo. Para llegar allí, Liria descendió escaleras estrechas y recorrió pasillos flanqueados por tapices tan antiguos que ya no mostraban imágenes, sino restos de hilos y manchas de humedad. A cada paso, su vestido negro rozaba las paredes como si pidiera permiso para seguir avanzando.

El interior de la capilla era estrecho, abovedado, iluminado solo por velas altas dispuestas en semicírculo. Las asistentes ya estaban allí, todas de pie, todas con el rostro cubierto por un velo negro que ocultaba identidades, edades, jerarquías. Solo las manos delataban quiénes eran: dedos finos y adornados con anillos de oro, otros nudosos, otros jóvenes y temblorosos.

Liria entró en silencio, envuelta en la misma oscuridad ritual. El corazón le latía con fuerza bajo el corsé, no por miedo, sino por la presión de lo invisible. Algo flotaba en el aire, algo denso, ritualista, casi religioso. Se alineó junto a las demás y bajó la cabeza.

Entonces, sonó la campana.

Una vez. Dos. Tres.

En la cuarta, el silencio se hizo aún más profundo, como si el mismo castillo contuviera la respiración.

En la quinta, comenzó la ceremonia.

Una mujer mayor, de estatura imponente y manos llenas de cicatrices, avanzó hacia el centro del círculo. No llevaba corona, pero su autoridad era indiscutible. Sus movimientos eran medidos, solemnes. Liria no sabía su nombre, pero algo en su porte la hacía parecer más antigua que las piedras mismas del lugar.

La anciana se arrodilló ante un altar de piedra y encendió una vela con una mecha negra. Luego alzó la voz, en una lengua que Liria no entendía. Era una letanía melódica, gutural, que parecía contener siglos de dolor.

Cuando terminó, las demás comenzaron a responder, una por una, pronunciando nombres.

Cada nombre era seguido por una pausa. Algunos eran acompañados por una flor, otros por un suspiro audible. Nadie explicaba. Nadie comentaba. Era como si estuvieran llamando a los muertos para que escucharan.

Kaelor, hijo de Ehnas. Caído en Rhosgan. Fiel hasta el final.

Aenar, de la casa de Vhal. Perdido en el Mar Sombrío. Nunca regresó.

Jarn, esposo de Eldara. Muerto sin tumba. Recordado en carne.

Liria sintió un nudo en la garganta. No conocía a esos hombres. No necesitaba hacerlo. Lo que se tejía allí no era historia, sino luto colectivo.

Cuando llegó su turno, un silencio distinto se impuso. Era la única sin un nombre que ofrecer. La única que no tenía una pérdida, al menos no reconocida. Aun así, dio un paso al frente.

—Liria de Ervenhall —dijo, con la voz firme aunque suave—. Reina consorte de Norvhar. No tengo viudez, pero llevo luto por mí misma.

La frase cayó como una piedra en el agua.

Algunas mujeres alzaron la cabeza detrás del velo. Otras bajaron los brazos. La mujer anciana la observó largamente, como si midiera su alma.

Y luego, asintió.

Cuando se encendió la última vela, se permitió hablar libremente. Los velos no se levantaron. Las voces eran apagadas, cautelosas. Una mujer se acercó a Liria, moviéndose con la gracia de alguien acostumbrada al dolor.

—Tienes más valor que muchas de las que se sientan en el consejo —dijo—. Y eso no te salvará. Lo sabes, ¿verdad?

—No vine a salvarme —respondió Liria—. Vine a dejar de pertenecerle a otros.

La mujer rió con amargura.

—Ese es el primer paso para ser peligrosa.

De regreso a la Torre de las Mareas, Liria se detuvo un instante en el corredor para observar su reflejo en un espejo antiguo. Todavía llevaba el velo. Sus ojos, oscuros por el juego de luces, parecían de otra persona.

Quitó la tela lentamente, como quien se despoja de una piel ajena. Pero no se sintió libre.

Se sintió parte de algo más vasto. Más antiguo. Más doloroso.

Ya no era solo una extranjera casada por tratado.

Era una heredera de las viudas del norte.

Y en Norvhar, las viudas nunca olvidaban.

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