En Norvhar, el silencio tenía textura. A veces era como terciopelo: denso, envolvente, difícil de romper. Otras, como hielo agrietado: frágil, traicionero, ruidoso cuando menos lo esperabas. Para Liria, ese silencio era el idioma en el que hablaban todos a su alrededor, especialmente el hombre con quien se había casado.
Caelan.
El rey de los ojos oscuros, del rostro cincelado por la disciplina y la guerra, del paso firme y la voz contenida. Desde que había llegado al castillo, Liria solo lo había visto tres veces. Una durante la ceremonia de bienvenida. Otra en su inesperada visita a la Torre de las Mareas. Y una tercera, apenas un cruce de miradas en la galería este, cuando él salía de la sala de guerra y ella pasaba acompañada por Auren.
Esa vez, no hubo palabras. Pero hubo algo.
Un instante de quietud entre ambos, como si los sonidos del castillo se detuvieran por un segundo para dar paso a otra cosa. No fue ternura. Ni atracción. Fue reconocimiento.
Dos extraños que sabían que estaban atrapados en la misma jaula.
Ese día, Liria tomó una decisión que le pareció, al mismo tiempo, temeraria y necesaria: solicitaría una audiencia privada con el rey.
No como reina consorte. No como emisaria del tratado. Como mujer.
Bryne, al enterarse, frunció el ceño con una mezcla de desaprobación y resignación.
—No es costumbre que la reina pida lo que no le ofrecen.
—Entonces cambiaré la costumbre —dijo Liria, con una firmeza que sorprendió a ambas.
La audiencia fue concedida. Breve. Formal. Vigilada.
Liria fue conducida a una sala pequeña, con paredes de piedra desnuda y una chimenea apagada. Caelan ya estaba allí, de pie junto a un escritorio, hojeando documentos con expresión impasible. Vestía de negro, sin adornos. Solo el sello de la corona en la hebilla del cinturón delataba su rango.
Cuando ella entró, él alzó la vista.
—Liria.
Nada más. Ni saludo, ni cortesía, ni invitación a sentarse.
—Majestad —respondió ella, y se mantuvo de pie.
Un silencio se interpuso entre ellos. No hostil, pero tampoco cómodo. El tipo de silencio que pide ser roto con cuidado.
—Quiero entender qué papel se espera que juegue —dijo ella, finalmente—. No para complacer al consejo. Para saber si debo hacerme a un lado o comenzar a construir algo.
Caelan la miró largamente. Luego dejó el pergamino sobre la mesa.
—No se te exige nada, Liria. No estás aquí para actuar. Solo para existir.
—Eso no es suficiente para mí.
Una sombra cruzó por su rostro. No de enfado. Algo más difícil de leer. Como si la verdad que llevaba fuera tan vieja que ya no sabía cómo decirla.
—¿Por qué me traen hasta aquí, entonces? —preguntó ella, con la voz un poco más baja—. ¿Por qué fingir que esto es un matrimonio si no hay lugar para mí ni en tu corte, ni en tu cama, ni en tu historia?
El gesto de Caelan se endureció. Caminó hacia la ventana y apoyó una mano en el marco de piedra. La luz gris del invierno caía sobre su perfil, marcando la línea de una cicatriz apenas visible en su mandíbula.
—No todos los hombres buscan compañía —dijo—. Algunos cargan demasiado para ofrecer algo a cambio.
Liria lo observó, en silencio.
—¿Eso crees que eres? ¿Un hombre roto?
Él no respondió.
Y ella comprendió que no obtendría más. No en ese momento.
—Te daré el beneficio de la duda, Caelan. Pero no me pidas que me marchite esperando a que decidas si existo para ti.
Entonces dio media vuelta y se marchó. No se volvió a mirarlo. Ni una sola vez.
Esa noche, el castillo pareció más callado que de costumbre. Ni el viento ni las vigas crujían. Ni siquiera el mar, allá abajo, parecía agitarse. Liria se quedó despierta, sentada frente al fuego apagado, con el vestido aún puesto y los dedos acariciando el anillo que apenas había usado desde la boda.
No sabía si lo que sentía era frustración o lástima. Por ella. Por él. Por ambos.
Auren no apareció. Bryne no subió. Y por primera vez desde su llegada, se sintió verdaderamente sola.
Para distraerse, comenzó a repasar los muros de la habitación. Había algo inquietante en ellos, algo en la simetría de las piedras que no concordaba. Como si estuvieran ocultando algo.
Tomó una vela y se acercó al rincón más oscuro, donde el tapiz de la familia real colgaba sin gracia. Lo retiró con lentitud. Detrás, una grieta vertical recorría la pared, apenas visible bajo la sombra.
Algo sobresalía.
Con cuidado, hundió los dedos en la ranura y extrajo un papel doblado. Era delgado, quebradizo, y estaba cubierto de polvo. Lo sostuvo a la luz temblorosa de la vela y desdobló con extremo cuidado lo que resultó ser una carta escrita a mano.
“Si lees esto, es porque la torre sigue guardando secretos. Yo también fui reina aquí. Y también fui invisible. Lo que viví no puede escribirse en los libros del reino. Pero sí puede dejarse entre las piedras. Él no es lo que parece. Ninguno lo es. Si quieres sobrevivir, escucha más allá de las palabras, mira más allá del rostro.”
“Y nunca confíes en las manos que te acarician cuando nadie mira.”
No había firma. Solo un trazo final, como un brote torcido.
Liria sintió un escalofrío que no venía del frío.
Se sentó de nuevo junto al fuego, aún sin encenderlo. El papel descansaba en su regazo, como si ardiera a pesar del hielo que la rodeaba. Su mente se agitaba con preguntas que no sabía aún cómo formular.
¿Quién había escrito eso? ¿Una reina anterior? ¿Había vivido en esa misma torre? ¿Había muerto en ella?
Y más importante aún… ¿de qué advertía?
Pensó en Caelan. En su mirada ausente. En la cicatriz. En su negativa a tocarla, a verla, a compartir siquiera un vestigio de vida.
¿Era dolor? ¿Culpa? ¿O protección?
Liria no sabía aún si el rey era enemigo o víctima. Pero sí comprendía algo con absoluta claridad: en ese castillo, todo estaba velado. Todo estaba contenido.
Incluso el dolor.
Incluso el amor.
Incluso la verdad.
Y así, mientras la vela consumía su cera y la carta descansaba como un murmullo recién desenterrado, Liria hizo una nueva promesa:
No se quedaría esperando que el hielo se derritiera.
Ella aprendería a caminar sobre él.
Y si se rompía bajo sus pies, al menos sabría que lo había desafiado.