Mundo ficciónIniciar sesiónChiara Russo ha sido la elegida para casarse con Don Adriano Bianchi, un enigmático y poderoso líder de la mafia que, desde hace veinte años, vive con la sombra de una pérdida que marcó su alma. Cuando apenas era un joven de dieciocho años, contrajo matrimonio con Martina, una muchacha dulce y hermosa que le fue arrebatada por el destino pocos meses después de su unión. Desde entonces, el Don no volvió a entregarle su corazón a nadie. Hasta que la vio a ella. Chiara, hija de uno de sus capos más leales, apareció en su vida como un eco del pasado. Su rostro, su voz, incluso la forma en que miraba… era como si Martina hubiese vuelto del más allá. Don Adriano quedó prendado, no sólo por su belleza, sino por el misterioso lazo que parecía unirlos a través del tiempo. ¿Acaso las almas gemelas están destinadas a reencontrarse, sin importar las vidas que pasen o las tragedias que los separen? Tal vez, el amor verdadero nunca muere. Tal vez, solo duerme... esperando su momento para regresar.
Leer másChiara Russo estaba de pie, firme pero temblorosa, frente al hombre que marcaría su destino.
Sus ojos, grandes y oscuros, se aferraban con temor contenido al rostro de Don Adriano Bianchi. Él la observaba desde su sillón de cuero negro, con una copa de vino tinto en la mano y un puro encendido entre los dedos. La oficina, sobria y en penumbra, olía a riqueza, a poder… y a un encierro que no tenía rejas. El escritorio de roble macizo lucía impecable. A su alrededor, los estantes cargados de libros encuadernados en cuero —algunos tan antiguos como los pecados de su linaje— eran los únicos testigos silenciosos. El silencio, espeso y tenso, parecía cortar el aire. —Eres más hermosa de lo que recordaba —dijo Adriano con voz grave, sin apartar la mirada. Bebió un sorbo de vino con lentitud, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Hay algo en ti… Hizo una pausa. —Me recuerdas a alguien. Sus ojos la recorrieron con una mezcla de deseo, nostalgia y algo más oscuro. Chiara sintió cómo se le helaba la sangre. Sabía exactamente a quién se refería. A Martina, su primera esposa, muerta hacía casi veinte años. Había visto su retrato, oculto entre las sombras de un pasillo silencioso en la villa Bianchi. La semejanza era innegable. Como si el destino hubiese traído de vuelta a un fantasma. Tragó saliva. El acuerdo había sido claro. Su padre, desesperado por las deudas y acorralado por el poder de la familia Bianchi, la ofreció como parte del pago. Adriano no dudó en aceptar. No como amante. Como esposa. Y eso, en la mafia italiana, era más que una promesa: era una sentencia. No había divorcios. Solo viudas. —Lo que usted decida, Don Adriano —dijo Chiara con voz temblorosa, bajando la mirada—. Estoy aquí para cumplir con el pacto entre nuestras familias. Solo falta fijar la fecha de la boda. Adriano sonrió. Le gustaba verla así: joven, temerosa, obediente. Pero había algo más. Una punzada en el pecho que no sentía desde hacía mucho tiempo. —No deberías tener miedo, Chiara. Nos conocemos desde siempre —respondió, con ese tono tranquilo que usaba incluso para ordenar ejecuciones—. Ibas a ser mía, tarde o temprano. Solo que esta vez, el destino se adelantó. Fumó del puro con calma, como si hablara de negocios, no de un matrimonio forzado. Chiara asintió, luchando contra el temblor en sus piernas. Recordaba a Adriano desde que tenía memoria: siempre elegante, siempre distante, una figura inalcanzable. Nunca imaginó que terminaría siendo su esposa. —¿Cómo… desea que sea la boda? —preguntó, con una chispa de esperanza tonta. Tal vez, si era algo discreto, civil… habría una posibilidad de escapar más adelante. Soñar era su única forma de resistencia. Adriano rió suavemente. —Será por la iglesia. En Sicilia. Como debe ser. Pausó un segundo y añadió con media sonrisa: —Si pudiera, pediría que nos casara el Papa. Pero me conformaré con un buen sacerdote que no haga demasiadas preguntas. Terminó su copa de un solo trago y se levantó. Caminó hacia ella con paso firme, sereno, imponente. —No te comportes como una niña, Chiara. Ya tienes veinte años. Sabes muy bien lo que implica este compromiso. Y yo sé perfectamente que no has sido tan inocente como aparentas. Te he investigado. Le tomó la barbilla con firmeza, obligándola a levantar el rostro. —Yo… yo nunca he estado con ningún hombre —dijo ella de inmediato, el rostro encendido de vergüenza. Sí, había tenido un par de novios. Pero jamás pasó de unos cuantos besos furtivos. Siempre fue reservada. Siempre supo que, tarde o temprano, su destino sería decidido por otros. Adriano la estudió en silencio. Si decía la verdad, sería él quien la despojara de su inocencia. Y la idea lo envolvió con una emoción oscura y retorcida que no se atrevía a nombrar. —Te mudarás esta noche. A partir de hoy, vivirás conmigo. Hablaba sin una pizca de duda, como quien dicta una orden irreversible. —Los trámites de la boda comienzan mañana. Nos casaremos el próximo mes. No quiero que estés lejos de mí. Ni de mis cuidados. Chiara bajó la mirada. No había escapatoria. El Don había hablado. Adriano Bianchi era joven para el peso que cargaba sobre los hombros, pero a los 38 años ya dirigía con puño de hierro una de las familias mafiosas más temidas de Italia. Su palabra era ley. Y ella, la hija obediente de los Russo, era ahora parte de su legado. —Solo… solo le pido algo —dijo de pronto, en un susurro—. Me faltan seis meses para terminar mi maestría. Prometí a mi madre que la terminaría... Adriano se echó a reír, no con burla, sino como quien escucha a una niña hablando de juegos. —Las mujeres de mi familia no necesitan títulos. Pero si te hace ilusión, no te preocupes. Haré una llamada. Esa universidad te entregará el diploma con una reverencia. Ella no respondió. Sabía que no mentía. Y también sabía que ese poder, esa capacidad de hacer que el mundo se doblegara, no era un don. Era una amenaza. —Mañana vendré con mis cosas, señor —dijo finalmente, sin emoción. —No será necesario —replicó él con suavidad, pero firme—. Tu padre sabía que no regresarías. Hoy mismo iremos de compras. A partir de ahora, este es tu hogar. Se giró hacia la puerta. Antes de salir, lanzó una última frase por encima del hombro: —Una mucama te espera arriba. En la habitación que preparé para ti. Nos veremos en la cena. Pausó, y su voz sonó extrañamente cálida, aunque seguía helando los huesos: —Bienvenida a casa, Chiara Russo. Chiara sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Subió lentamente por la escalera, sin decir una palabra, mientras el eco de su propia respiración retumbaba en sus oídos. Su vida, hasta ese momento suya, había dejado de pertenecerle. Ahora era la esposa del Don. O peor aún, la sombra de una esposa muerta.La madrugada estaba en silencio, solo interrumpida por el sonido de los pasos apresurados de Adriáno recorriendo el pasillo de la hacienda. El aire olía a tierra mojada, pues una ligera lluvia había caído durante la noche, como si el cielo mismo quisiera purificarse para recibir la llegada de una nueva vida.En el interior de la habitación, Chiara gemía con fuerza. Sus manos temblaban mientras se aferraban a las sábanas, y el sudor perlaba su frente. Las parteras corrían de un lado a otro, preparando agua caliente, paños y los utensilios necesarios. El corazón de Adriáno latía tan rápido que parecía querer escapar de su pecho; jamás en su vida había sentido tanto miedo y esperanza al mismo tiempo.—Respira, Chiara… respira —murmuraba él, arrodillado junto a la cama, sujetando su mano con delicadeza.Ella lo miró entre jadeos, con los ojos llenos de dolor, pero también de una determinación inmensa. En esa mirada estaba todo: la promesa de vida, el recuerdo de lo que habían sufrido junt
La tarde caía lentamente sobre la villa, bañando las paredes antiguas con un resplandor dorado que parecía acariciar cada piedra como si el tiempo se detuviera en ese rincón del mundo. El aire olía a tierra húmeda y a flores frescas del jardín que Chiara había cuidado con tanto esmero desde su llegada. Los cipreses se erguían en silencio, custodiando un secreto que estaba a punto de cambiarlo todo.Chiara estaba sentada en el pequeño banco de mármol, ese donde tantas veces había reflexionado sobre el pasado, sobre las sombras que la habían perseguido y los recuerdos que la atormentaban. Sin embargo, aquella tarde, sus manos reposaban sobre su vientre con una ternura nueva, una calidez que le llenaba de esperanza y temor al mismo tiempo. Sabía que había llegado el momento de hablar con Adriáno, pero la emoción hacía que sus palabras se quedaran atrapadas en su garganta.Adriáno apareció poco después, caminando con paso firme por el sendero de piedras. Llevaba en su rostro la serenidad
La brisa del amanecer entraba por los balcones de la villa, cargada de un frescor que parecía anunciar un tiempo distinto. Chiara se incorporó lentamente, el cabello cayéndole en ondas sobre los hombros, aún con el rostro adormilado, pero con una serenidad nueva en sus ojos. El peso de los recuerdos se había aligerado, como si en la madrugada se hubieran deshecho los últimos nudos de un pasado que, hasta hacía poco, parecía insalvable.Adriáno estaba de pie, frente a la ventana, con la camisa abierta y el torso marcado por los años de fuerza y de lucha. Observaba los jardines con una calma inusual, la misma que siempre había anhelado y que rara vez encontraba en su propio corazón. La guerra, las traiciones, las sombras de Adalberto y el recuerdo de Martina se habían interpuesto tantas veces entre él y la felicidad, que apenas podía creer que por fin el horizonte se presentaba despejado.Chiara lo contempló en silencio, con una sonrisa suave. No era el Don poderoso, ni el hombre temido
La noche había caído sobre la hacienda como un manto pesado, cargado de un silencio extraño, expectante. Adriáno, firme frente a sus hombres, sabía que aquel día no podía terminar de otra forma: Adalberto debía pagar. No había más huidas, más mentiras ni más disfraces. El juego del Siciliano había llegado a su último acto.Adalberto, acorralado, se escabullía entre sombras con la desesperación de un animal herido. Había dejado atrás el sótano donde mantenía a Chiara cautiva, huyendo cuando la resistencia se le hizo insoportable. El Don había llegado antes de lo esperado, con una fuerza de voluntad implacable, dispuesto a arrancar de raíz la sombra que había envenenado su vida durante tantos años.Chiara, liberada por Lorenzo y otros hombres de confianza, apenas podía mantenerse en pie, pero su corazón latía con la fuerza de la esperanza: Adriáno aún respiraba, aún estaba allí, y lo enfrentaba.---Adalberto corría por los pasillos, tropezando, con el rostro desfigurado por la rabia y
La noche había caído sobre la villa con un silencio extraño, casi sofocante. Las sombras parecían más densas, y el aire cargaba un presagio oscuro que se aferraba a cada rincón. Adriáno, aún en su despacho, revisaba documentos y notas, repasando en su mente cada movimiento de Adalberto. Sabía que las piezas se estaban acomodando y que la verdad, tarde o temprano, saldría a la luz.No tardó en sentir que algo andaba mal. El reloj marcaba casi la medianoche cuando notó que la casa estaba demasiado quieta. Ni un solo murmullo provenía de los pasillos, ni un paso de los guardias en ronda. Se levantó de golpe, con el corazón apretado, y llamó a Chiara por su nombre.—¡Chiara! —su voz resonó en las paredes como un eco desesperado.No hubo respuesta. El silencio fue su única contestación. Caminó apresurado hacia la habitación que compartían, pero lo que encontró le heló la sangre: la puerta estaba entreabierta, y sobre la cama, cuidadosamente colocada, había una rosa roja y un sobre.Adriáno
La noche caía sobre la villa como un manto pesado, cubriendo con sombras los jardines y los muros de piedra que alguna vez habían visto fiestas, risas y juramentos de amor eterno. Adriáno permanecía sentado en el salón principal, rodeado por el silencio solemne de los retratos que lo observaban desde las paredes. El fuego de la chimenea chisporroteaba con suavidad, iluminando su perfil endurecido por los años y las sospechas. Esperaba a Chiara.Ella había pedido hablar con él, pero no como esposa reciente ni como la mujer que había devuelto un poco de luz a su vida. Quería hablar como alguien que arrastraba una herida profunda, enterrada en un pasado al que apenas se atrevía a mirar.Chiara entró despacio, con los ojos rojos y húmedos. Su respiración era agitada, como si hubiese corrido contra una tormenta invisible. Llevaba un chal ligero que apretaba contra su pecho, como si ese simple trozo de tela pudiera protegerla de lo que estaba a punto de confesar.Adriáno se incorporó, preoc
Último capítulo