Chiara Russo estaba de pie, firme pero temblorosa, frente al hombre que marcaría su destino.Sus ojos, grandes y oscuros, se aferraban con temor contenido al rostro de Don Adriano Bianchi. Él la observaba desde su sillón de cuero negro, con una copa de vino tinto en la mano y un puro encendido entre los dedos. La oficina, sobria y en penumbra, olía a riqueza, a poder… y a un encierro que no tenía rejas.El escritorio de roble macizo lucía impecable. A su alrededor, los estantes cargados de libros encuadernados en cuero —algunos tan antiguos como los pecados de su linaje— eran los únicos testigos silenciosos. El silencio, espeso y tenso, parecía cortar el aire.—Eres más hermosa de lo que recordaba —dijo Adriano con voz grave, sin apartar la mirada. Bebió un sorbo de vino con lentitud, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Hay algo en ti…Hizo una pausa.—Me recuerdas a alguien.Sus ojos la recorrieron con una mezcla de deseo, nostalgia y algo más oscuro. Chiara sintió cómo se le
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