Chiara entró en la habitación. No iba a regresar a su casa.
Por dentro, todo en ella temblaba. Sentía el cuerpo ajeno, la ropa ajena, incluso su propia piel le parecía prestada. Las lágrimas le picaban detrás de los ojos, pero se negó a dejarlas caer. No aquí. No en territorio enemigo. Desde niña había crecido sabiendo que algún día se casaría con un hombre de la mafia. Lo entendía. Lo aceptaba. Era su legado, su sangre. Pero jamás imaginó que ese hombre sería el jefe. El Don. La mucama le indicó con cortesía cuál sería su habitación. Era amplia, decorada con una elegancia sobria, propia de las casas aristocráticas del viejo continente. Todo parecía salido de un museo: los muebles de caoba, las cortinas pesadas de lino bordado, los floreros de porcelana antigua. Era una habitación hermosa. Y, sin embargo, Chiara se sintió como una intrusa. Como si cada rincón del lugar le recordara que no pertenecía a esa casa. Que estaba allí por obligación… como una prisionera de lujo. La puerta se cerró detrás de ella con un golpe seco. —¡Dios mío! ¡Padre! ¿En qué diablos me metiste? —murmuró, con la desesperación atrapada en la garganta. Se acercó a la ventana. Afuera, los jardines se extendían en perfecta armonía: jazmines, lavandas, rosales de todos los colores. Pero ni el perfume de las flores lograba calmar el torbellino dentro de su pecho. Era un paraíso… convertido en cárcel. Sacó su teléfono. Marcó el número de su padre con manos temblorosas. —Sí, padre. Soy yo. No me dejó regresar a casa. Desde hoy… me quedaré aquí, ya como la señora Bianchi —dijo, conteniendo el llanto. Las lágrimas finalmente comenzaron a rodar por sus mejillas. Al otro lado de la línea, la voz de su padre sonaba tranquila, incluso aliviada. Saber que el Don no lo mataría era todo lo que necesitaba. El precio ya estaba pagado: su hija. —¿No te importa lo que yo sienta? —le preguntó, entre sollozos. —Chiara, tú sabías que esto pasaría tarde o temprano —respondió él, sin rastro de culpa—. Pensé que sería con algún consigliere… pero te eligió el mismísimo jefe. ¿Tienes idea de lo que eso significa para nosotros? Como si hubiera ganado la lotería. Como si fuera un honor. Chiara colgó sin decir una palabra más. Su familia la había vendido. Sus hermanas se casaron con capos. Ella era la última ficha en el tablero. Y ahora, el Don la tenía. Se sentó en la cama. No sabía si llorar, gritar o simplemente dormirse y despertar en otra vida. Un golpe suave en la puerta la sobresaltó. Una mucama entró y le informó que la cena sería servida en una hora. El señor Bianchi la esperaba en el comedor principal. —Le recomiendo que tome un baño, señorita. El señor mandó traer varios vestidos para usted. Esta noche es especial. Se reúne toda la familia —añadió, mientras llenaba la bañera con agua tibia y esencias de rosa. —¿Es necesario que asista? —preguntó Chiara con voz baja—. No tengo ánimos para cenas de bienvenida. —El señor organizó esta cena en su honor. Le sugiero que no lo desaire —respondió la mujer con amabilidad, pero con firmeza—. El baño está listo. Su ropa llegará pronto. Si necesita algo, puede marcar el cero. Cuando la mucama se fue, Chiara se acercó a la tina, abrió el desagüe y observó el remolino de espuma. Por un instante, deseó con todas sus fuerzas poder encogerse y desaparecer por el drenaje. Una hora pasó con rapidez. Los vestidos llegaron. Hermosos, impecables… y ajenos. Adriano los había elegido. Todo en esa casa ya estaba decidido por él. Incluso lo que ella vestiría. Pero Chiara aún no era su esposa. Aún tenía voluntad. Eligió algo suyo. Un vestido simple, discreto, que había traído por instinto. Quería dejar claro que aún no pertenecía a ese mundo. Ni a esa casa. Ni a ese hombre. Bajó por la escalera con paso firme, aunque por dentro se sentía como una niña caminando hacia el abismo. Cada peldaño era un juicio. La familia Bianchi ya la esperaba. En la mesa estaban Giulia Bianchi, madre de Adriano, con su porte digno y mirada inteligente; Adalberto, el hermano menor del Don, y su esposa, Fabiana, una mujer de elegancia glacial y sonrisa de hielo. Cuando Chiara apareció, el aire se cortó. Todos se quedaron en silencio. No era solo por su vestido. Era por su rostro. El parecido con Martina era abrumador. La misma piel de porcelana, los mismos ojos oscuros, el mismo andar delicado. Como si el fantasma de la primera esposa del Don hubiera regresado encarnado en Chiara. Giulia palideció levemente, pero recuperó la compostura. Sus ojos se humedecieron. Recordaba bien a Martina, la joven que había sido su nuera por solo unos meses. La tragedia de su muerte fue una sombra que nunca se disipó del todo. Fabiana, en cambio, frunció los labios con desprecio. Ella también lo notó. Martina había sido su rival silenciosa. Y ahora, esta niña aparecía con el mismo rostro… y un lugar más elevado que el que ella jamás tendría. Adalberto bajó la mirada. El parecido le incomodaba. Le resultaba casi sacrílego. Chiara sintió cada una de esas miradas como cuchillos. Sabía que no encajaba. Que era una extraña entre fantasmas. Que todos se preguntaban si Adriano la había elegido por amor… o por obsesión. Pero no bajó la cabeza. Alzó la barbilla con elegancia y caminó hacia la mesa. Si debía ser parte de ese mundo, sería con dignidad. Adriano la observaba desde su sitio. No dijo una palabra. Solo la miró, como si viera a alguien que regresaba del pasado. Como si el tiempo se hubiese doblado sobre sí mismo. Martina. Chiara. Dos nombres. Una imagen. Una mujer viva. Y una muerta que aún no se iba del todo.