Nadie golpeó la puerta. Nadie se atrevía.
En la hacienda Bianchi, todos sabían que cuando el Don cerraba la puerta de la biblioteca, el mundo debía quedarse fuera.
Y así estaba ahora Adriano, solo con sus pensamientos, con los ojos perdidos en el ventanal que daba al jardín, donde las enredaderas subían como dedos de tiempo.
La puerta había sonado fuerte cuando Chiara se marchó. No la había cerrado con violencia, pero sí con resolución. Como alguien que ya no pedía permiso.
Y eso lo estremecía más que cualquier grito.
Adriano Bianchi, Don de la familia, cabeza de una de las estirpes más antiguas del norte de Italia, era un hombre que todos respetaban, que muchos temían, y que nadie —nadie— conocía realmente.
Ni siquiera él mismo, a veces.
Durante veinte años había vivido entre sombras. Desde aquella mañana en la que Antares volvió sin Martina.
No necesitó que nadie le dijera lo que había pasado. Lo supo en cuanto escuchó los cascos del caballo contra la piedra, sin el ritmo doble del