La noche caía sobre la villa como un manto pesado, cubriendo con sombras los jardines y los muros de piedra que alguna vez habían visto fiestas, risas y juramentos de amor eterno. Adriáno permanecía sentado en el salón principal, rodeado por el silencio solemne de los retratos que lo observaban desde las paredes. El fuego de la chimenea chisporroteaba con suavidad, iluminando su perfil endurecido por los años y las sospechas. Esperaba a Chiara.
Ella había pedido hablar con él, pero no como esposa reciente ni como la mujer que había devuelto un poco de luz a su vida. Quería hablar como alguien que arrastraba una herida profunda, enterrada en un pasado al que apenas se atrevía a mirar.
Chiara entró despacio, con los ojos rojos y húmedos. Su respiración era agitada, como si hubiese corrido contra una tormenta invisible. Llevaba un chal ligero que apretaba contra su pecho, como si ese simple trozo de tela pudiera protegerla de lo que estaba a punto de confesar.
Adriáno se incorporó, preoc