La mansión de los Bianchi se encontraba en silencio,
excepto en un lugar: la biblioteca. Allí, dos personas conversaban sobre lo sucedido en la cena. Eran Fabiana y Adalberto, quienes sostenían una copa de vino tinto en la mano. El rostro de ambos reflejaba incredulidad ante lo ocurrido, pero también… miedo. —Si no hubiera visto el cadáver de Martina en ese ataúd de caoba, pensaría que es ella —habló Adalberto con el rostro pálido. La copa le temblaba en la mano. Ver a Chiara Russo frente a ellos les traía recuerdos dolorosos. Y no solo recuerdos: heridas que jamás habían sanado. Cuando murió la primera esposa de su hermano, él solo tenía un año menos que Adriano, quien tenía dieciocho. Había conocido a su novia en una reunión de la iglesia: joven, pura, e inocente. Demasiado perfecta para sobrevivir entre ellos. —Me parece increíble su gran parecido. Si ella no hubiera muerto, diría que es su hija. Pero no puede ser. Murió a los cinco meses de matrimonio y sin embarazo —dijo Fabiana con una mezcla de rabia y desconsuelo. Su voz temblaba levemente. Siempre había estado enamorada de Adriano, y al no hacerle caso, inmerso en su duelo, terminó casándose con Adalberto, que no era más que otro Capo de la familia. Otro escalón. Otro error. —¿Por qué tan enojada, querida? —preguntó con burla Adalberto. Siempre supo que su esposa suspiraba por su hermano mayor—. ¿Pensabas que, por fin, mi hermano te haría caso? Fabiana Rossi lo miró con furia. No solo por sus palabras. Por todo. Por cada año desperdiciado, por cada noche sin amor, por cada mirada que Adriano nunca le dio. Llevaban quince años de matrimonio y no tenían hijos, todo debido a que el imbécil de Adalberto no podía concebir. Pero, al entrar a una “familia”, no se podía salir fácilmente. Ella había esperado veinte años que, con la muerte de Martina, Adriano se fijara en ella. Pero no. Él le fue fiel muchos años, incluso con su esposa tres metros bajo tierra, pudriéndose y siendo comida de gusanos. Como si su amor por ella hubiera trascendido la muerte. Como si Fabiana nunca hubiera existido. —Siempre me he preguntado —habló Adalberto con parsimonia, pero con un filo en la voz que cortaba el aire—: ¿por qué murió tan joven? —Su voz se tornó sombría, casi helada—. Era una buena chica. Muy buena. Todo por entrar a esta familia... Ya no dijo nada más. El silencio cayó sobre ellos como una sentencia. Fabiana lo observó. Su copa estaba a medio llenar, pero aun así tomó la botella frente a ella y se sirvió más. El vino salpicó fuera del borde. Siempre había amado a Adriano. Fueron al mismo colegio católico, pero él nunca le prestó atención. Odiaba a Martina, incluso después de muerta. Y ahora, ¿regresaba en otro cuerpo? ¿O no? Chiara Russo tenía veinte años, los mismos años que Martina llevaba muerta. Demasiada coincidencia. Demasiado exacto. Como si el destino estuviera jugando con todos ellos. —Nunca te hará caso. Y menos ahora que volverá a casarse con una mujer más joven, fresca y guapa que tú —dijo el hombre, acercándose a su esposa. Pasó los labios por su cuello, haciéndola estremecer. No por deseo, sino por asco—. Con mejor olor. Pude percibir su perfume. Es delicioso. Sería un orgullo estar cerca de una mujer tan hermosa —añadió con tono provocador. Ambos sabían que estaban presos por un trato. Un pacto de sangre. Así que tendrían que soportarse hasta la muerte. Hasta que uno de los dos dejara de respirar. —Mejor vamos a idear cómo hacerle la vida imposible a la nueva señora de Bianchi. Hacerle ver que siempre será la segunda —Fabiana bebió un gran trago, tan largo que pareció que el vino le quemaba la garganta—. Le haremos ver que la buena e insulsa Martina sigue siendo la dueña y señora de esta casa —brindó con su esposo. Pero esta vez, el brindis sonó a amenaza. En verdad, le convenía: tendría un hijo fuera del matrimonio y lo haría legal. Pensó en ello como una transacción. Si ella tenía un hijo y su querido Adriano no, el cargo supremo de Don quedaría en su sangre. Martina Andollini de Bianchi no murió por causas naturales. Solo tenía dieciocho años. En aquel entonces, su suegro, el Don, estaba enfermo y su hermano se hizo cargo de la familia. Él, celoso, le suplicó a su padre que lo dejara intentarlo, que podía ser el Don interino. Pero no. Su padre fue claro: el próximo Don sería su hermano, y después algún hijo de él, por sangre. Que él se conformara con ser un Capo. Eso lo destrozó. Su hermano siempre fue tan seguro, tan fuerte… que lo único que podría debilitarlo sería la muerte de alguien amado. Y así fue como planeó la muerte de Martina Andollini. Fabiana permaneció en silencio unos segundos, mientras la copa reposaba en sus labios sin llegar a beber. Su mirada estaba fija en el fuego de la chimenea. La figura de Martina, esa sombra que aún parecía habitar la casa, volvió a aparecer en su mente. Tan etérea… y tan poderosa. —¿Sabes cuál fue la última vez que la vi viva? —preguntó, sin esperar respuesta—. Fue en el jardín, una mañana de otoño. Llevaba puesto ese vestido blanco con flores bordadas a mano, como si fuera la santa virgen en carne y hueso. Adalberto soltó una risa seca. Una risa hueca, como un hueso roto. —Ah, sí, la escena pastoral. Siempre la comparaban con una santa. Yo la vi muchas veces de otra forma... callada, observando. Como si supiera algo que los demás no. —Recuerdo que Adriano la miraba como si el resto del mundo no existiera —continuó Fabiana, con un dejo de amargura—. Se acercó a ella, la tomó de la mano, y le colocó una flor detrás de la oreja. Una rosa blanca. Todo tan ridículo, tan perfecto... como de novela barata. Adalberto la observaba. Sabía que, detrás de ese veneno, había algo más que celos. Había dolor. Martina fue todo lo que ella no pudo ser: la amada, la elegida, la esposa del heredero. El fantasma que seguía enterrándola viva. —Ella sonrió —añadió Fabiana en voz baja—. Pero fue una sonrisa extraña… como si supiera que no duraría. Que algo malo se avecinaba. Adriano, en cambio, estaba ciego. La adoraba. Cada gesto de ella lo hacía más blando. Él, que siempre fue tan frío con todos, con ella se volvía… humano. —Y eso fue su debilidad —interrumpió Adalberto con tono amargo—. Por eso lo eligieron a él y no a mí. Por tener algo que perder. Se hizo un silencio tenso. El vino ya no sabía igual. Sabía a sangre, a traición, a memoria podrida. Fabiana apretó la copa con fuerza. La imagen de aquella chica en el jardín, tan serena, tan ajena al odio que ella misma cultivaba, la enloquecía. —La vi llorar, ¿sabes? Una noche antes de morir. Salía de la oficina del Don. Tenía los ojos rojos y temblaba. Me pidió que no dijera nada. Me lo pidió a mí... como si yo tuviera un gramo de compasión por ella. —¿Y qué hizo el Don? —preguntó Adalberto, curioso. Su voz bajó, como si temiera despertar a un muerto. —No lo sé. Pero después de eso, no volvió a sonreír. Y luego... murió. Como un suspiro, como una muñeca rota. Como si se hubiera rendido. Adalberto miró su copa vacía, pensativo. El fuego seguía ardiendo, pero la habitación parecía más fría. Como si alguien invisible estuviera escuchando cada palabra. —Tal vez —dijo finalmente— Martina descubrió algo que no debía