Martina

El sol comenzaba a ocultarse sobre los acantilados de Sicilia, tiñendo de ámbar las olas que rompían suavemente contra la costa rocosa. Todo era tan hermoso que dolía. Adriano sostenía la mano de Martina mientras caminaban por el sendero que bordeaba el mar, bajo un cielo salpicado de nubes ligeras que parecían arrancadas de una pintura antigua. Los viñedos, al fondo, susurraban bendiciones… o advertencias, al compás del viento cálido que traía consigo olor a lavanda, sal marina… y destino.

—¿Sabes qué es lo que más me gusta de este lugar? —preguntó Martina, con esa voz suave que no llenaba el silencio: lo acariciaba, lo volvía sagrado.

Adriano la miró, curioso, como si intentara memorizar su rostro antes de que se lo llevara el viento.

—¿El vino? ¿La vista? ¿Mi compañía?

Ella rió. Su risa era una melodía ligera, transparente, como el tintinear de los candelabros de cristal en la mansión de los Bianchi. Pero esa risa ya parecía un eco. Un recuerdo anticipado.

—No —respondió, girando el rostro hacia el horizonte—. Me gusta que nadie nos conoce aquí. No soy "la esposa del heredero", ni tú "el hijo del Don". Solo somos nosotros. Un hombre y una mujer. Nada más.

Adriano no respondió. Solo apretó su mano con fuerza, como si temiera que, al soltarla, desapareciera. Habían pasado cinco días desde la boda, una ceremonia elegante en la capilla privada de Palermo, rodeados de familia, poder… y secretos. Pero en esa vieja villa frente al mar, por primera vez, estaban solos. Reales. Vulnerables. Él no recordaba haber sido tan feliz. Y tan humano.

Martina llevaba un vestido de lino claro que ondeaba con la brisa, el cabello suelto, enredado por el viento, y el rostro encendido por el sol. Caminaba descalza sobre la tierra caliente, con la despreocupación de quien no teme ensuciarse los pies si eso la hace sentir libre. O de quien ya ha elegido no volver atrás.

—Ven —dijo de pronto—. Quiero mostrarte algo.

Lo jaló de la mano, corriendo por un sendero entre olivos. Adriano la siguió, como un niño que aún cree que la felicidad es eterna. Llegaron a una pequeña gruta escondida entre las piedras. Dentro, el mar se filtraba en una piscina natural de agua cristalina, donde la luz dorada parecía detener el tiempo.

—Cuando era niña —dijo Martina, sentándose en el borde y metiendo los pies en el agua—, solía venir aquí con mi madre. Ella decía que este lugar tenía magia, que si uno se sumergía justo cuando el sol tocaba el agua, podía pedir un deseo.

—¿Y lo hiciste alguna vez?

—Una vez —susurró—. Pedí encontrar un amor que me hiciera olvidar la guerra que vivía en mi casa.

Adriano enmudeció. Había escuchado solo retazos de su infancia: un padre rígido, militar, una madre rota y silenciosa. Martina se había escapado de ese mundo casándose con él. O al menos, eso quería creer.

Ella lo miró. Sus ojos brillaban como si contuvieran el mar entero.

—Tú eres ese deseo, Adriano. El que pedí en esta agua.

Él se sentó a su lado, sin dejar de mirarla. Le acarició el rostro como si fuera de cristal.

—Y tú eres lo único que me ha hecho dudar —le confesó—. Siempre supe lo que debía hacer, lo que se esperaba de mí. Pero cuando te vi, todo eso dejó de importar. Solo quería estar contigo. Lo demás… podía arder.

Ella lo besó. Fue un beso lento, profundo, que sabía a sal, a vino, a eternidad. Luego, sin decir nada, ambos se sumergieron en el agua. Nadaron en silencio bajo la luz del atardecer, como dos peces jugando a olvidar que alguna vez caminaron sobre tierra firme.

Esa noche, en la habitación de la villa, Martina encendió velas y cubrió la cama con pétalos de jazmín que había recogido durante el día. Hizo que Adriano se recostara mientras le cantaba una vieja canción siciliana, de esas que las madres tararean cuando saben que ya no pueden proteger a sus hijos del mundo.

—¿Sabes por qué me casé contigo, Adriano?

—Pensé que porque te convencí con mi encanto natural.

Ella rió, pero luego su expresión se volvió grave. Como si supiera algo que él aún no sabía.

—Porque vi algo en ti que nadie más vio. Vi un hombre cansado de cargar el mundo en los hombros, esperando que alguien le quitara el peso, aunque fuera por un momento.

—¿Y tú quisiste hacerlo?

—Y lo haré… hasta el final.

Adriano la abrazó. En ese instante no era el heredero de una familia poderosa, ni el hijo del Don. Era solo un hombre enamorado, aferrado a una promesa. A un sueño que ya empezaba a oler a despedida.

Al día siguiente, visitaron el mercado del pueblo. Martina compró uvas, queso fresco y pan. Caminaron entre puestos de colores, saludando a ancianas que hablaban en dialecto, riendo por cosas pequeñas: una cabra que se escapó, un niño que confundió a Adriano con un actor famoso, el sabor inesperado de una aceituna amarga.

Martina escribía todo en un cuaderno. Decía que no quería olvidar ningún detalle.

—Algún día —decía—, cuando todo esto sea solo un recuerdo, quiero leerlo y saber que fue real.

Pero ese cuaderno nunca apareció. Cuando ella murió, ni rastro quedó de él. Como si el mar se lo hubiera tragado. Como si Sicilia misma lo hubiese escondido… para protegerlo.

A veces, en las noches más silenciosas, Adriano juraba que podía oler el jazmín otra vez. O escuchar esa vieja canción siciliana flotando entre los corredores de la mansión. Como si Martina nunca se hubiera ido. Como si aún lo esperara.

Y entonces recordaba lo que ella le dijo, esa noche, antes de dormirse entre sus brazos. Con voz suave, pero firme. Como una oración.

—Si algún día tengo que irme, prométeme que volverás aquí, a esta gruta. Porque el amor que nace en el agua no muere con el tiempo... solo cambia de forma.

—¿Y tú volverás conmigo? —le preguntó, riendo, sin imaginar que esa frase se clavaría para siempre en su alma.

Ella sonrió, misteriosa. Como si ya supiera su destino.

—Te lo prometo, Adriano. Ni siquiera la muerte podrá impedir que regrese a ti.

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