La noche había caído sobre la villa con un silencio extraño, casi sofocante. Las sombras parecían más densas, y el aire cargaba un presagio oscuro que se aferraba a cada rincón. Adriáno, aún en su despacho, revisaba documentos y notas, repasando en su mente cada movimiento de Adalberto. Sabía que las piezas se estaban acomodando y que la verdad, tarde o temprano, saldría a la luz.
No tardó en sentir que algo andaba mal. El reloj marcaba casi la medianoche cuando notó que la casa estaba demasiado quieta. Ni un solo murmullo provenía de los pasillos, ni un paso de los guardias en ronda. Se levantó de golpe, con el corazón apretado, y llamó a Chiara por su nombre.
—¡Chiara! —su voz resonó en las paredes como un eco desesperado.
No hubo respuesta. El silencio fue su única contestación. Caminó apresurado hacia la habitación que compartían, pero lo que encontró le heló la sangre: la puerta estaba entreabierta, y sobre la cama, cuidadosamente colocada, había una rosa roja y un sobre.
Adriáno