La brisa del amanecer entraba por los balcones de la villa, cargada de un frescor que parecía anunciar un tiempo distinto. Chiara se incorporó lentamente, el cabello cayéndole en ondas sobre los hombros, aún con el rostro adormilado, pero con una serenidad nueva en sus ojos. El peso de los recuerdos se había aligerado, como si en la madrugada se hubieran deshecho los últimos nudos de un pasado que, hasta hacía poco, parecía insalvable.
Adriáno estaba de pie, frente a la ventana, con la camisa abierta y el torso marcado por los años de fuerza y de lucha. Observaba los jardines con una calma inusual, la misma que siempre había anhelado y que rara vez encontraba en su propio corazón. La guerra, las traiciones, las sombras de Adalberto y el recuerdo de Martina se habían interpuesto tantas veces entre él y la felicidad, que apenas podía creer que por fin el horizonte se presentaba despejado.
Chiara lo contempló en silencio, con una sonrisa suave. No era el Don poderoso, ni el hombre temido