La prometida del Don
La prometida del Don
Por: Al Vergara
Chiara

Chiara Russo estaba de pie, firme pero temblorosa, frente al hombre que marcaría su destino.

Sus ojos, grandes y oscuros, se aferraban con temor contenido al rostro de Don Adriano Bianchi. Él la observaba desde su sillón de cuero negro, con una copa de vino tinto en la mano y un puro encendido entre los dedos. La oficina, sobria y en penumbra, olía a riqueza, a poder… y a un encierro que no tenía rejas.

El escritorio de roble macizo lucía impecable. A su alrededor, los estantes cargados de libros encuadernados en cuero —algunos tan antiguos como los pecados de su linaje— eran los únicos testigos silenciosos. El silencio, espeso y tenso, parecía cortar el aire.

—Eres más hermosa de lo que recordaba —dijo Adriano con voz grave, sin apartar la mirada. Bebió un sorbo de vino con lentitud, como si tuviera todo el tiempo del mundo—. Hay algo en ti…

Hizo una pausa.

—Me recuerdas a alguien.

Sus ojos la recorrieron con una mezcla de deseo, nostalgia y algo más oscuro. Chiara sintió cómo se le helaba la sangre.

Sabía exactamente a quién se refería. A Martina, su primera esposa, muerta hacía casi veinte años. Había visto su retrato, oculto entre las sombras de un pasillo silencioso en la villa Bianchi. La semejanza era innegable. Como si el destino hubiese traído de vuelta a un fantasma.

Tragó saliva.

El acuerdo había sido claro. Su padre, desesperado por las deudas y acorralado por el poder de la familia Bianchi, la ofreció como parte del pago. Adriano no dudó en aceptar. No como amante. Como esposa. Y eso, en la mafia italiana, era más que una promesa: era una sentencia. No había divorcios. Solo viudas.

—Lo que usted decida, Don Adriano —dijo Chiara con voz temblorosa, bajando la mirada—. Estoy aquí para cumplir con el pacto entre nuestras familias. Solo falta fijar la fecha de la boda.

Adriano sonrió. Le gustaba verla así: joven, temerosa, obediente. Pero había algo más. Una punzada en el pecho que no sentía desde hacía mucho tiempo.

—No deberías tener miedo, Chiara. Nos conocemos desde siempre —respondió, con ese tono tranquilo que usaba incluso para ordenar ejecuciones—. Ibas a ser mía, tarde o temprano. Solo que esta vez, el destino se adelantó.

Fumó del puro con calma, como si hablara de negocios, no de un matrimonio forzado.

Chiara asintió, luchando contra el temblor en sus piernas. Recordaba a Adriano desde que tenía memoria: siempre elegante, siempre distante, una figura inalcanzable. Nunca imaginó que terminaría siendo su esposa.

—¿Cómo… desea que sea la boda? —preguntó, con una chispa de esperanza tonta. Tal vez, si era algo discreto, civil… habría una posibilidad de escapar más adelante. Soñar era su única forma de resistencia.

Adriano rió suavemente.

—Será por la iglesia. En Sicilia. Como debe ser.

Pausó un segundo y añadió con media sonrisa:

—Si pudiera, pediría que nos casara el Papa. Pero me conformaré con un buen sacerdote que no haga demasiadas preguntas.

Terminó su copa de un solo trago y se levantó. Caminó hacia ella con paso firme, sereno, imponente.

—No te comportes como una niña, Chiara. Ya tienes veinte años. Sabes muy bien lo que implica este compromiso. Y yo sé perfectamente que no has sido tan inocente como aparentas. Te he investigado.

Le tomó la barbilla con firmeza, obligándola a levantar el rostro.

—Yo… yo nunca he estado con ningún hombre —dijo ella de inmediato, el rostro encendido de vergüenza.

Sí, había tenido un par de novios. Pero jamás pasó de unos cuantos besos furtivos. Siempre fue reservada. Siempre supo que, tarde o temprano, su destino sería decidido por otros.

Adriano la estudió en silencio. Si decía la verdad, sería él quien la despojara de su inocencia. Y la idea lo envolvió con una emoción oscura y retorcida que no se atrevía a nombrar.

—Te mudarás esta noche. A partir de hoy, vivirás conmigo.

Hablaba sin una pizca de duda, como quien dicta una orden irreversible.

—Los trámites de la boda comienzan mañana. Nos casaremos el próximo mes. No quiero que estés lejos de mí. Ni de mis cuidados.

Chiara bajó la mirada. No había escapatoria. El Don había hablado.

Adriano Bianchi era joven para el peso que cargaba sobre los hombros, pero a los 38 años ya dirigía con puño de hierro una de las familias mafiosas más temidas de Italia. Su palabra era ley. Y ella, la hija obediente de los Russo, era ahora parte de su legado.

—Solo… solo le pido algo —dijo de pronto, en un susurro—. Me faltan seis meses para terminar mi maestría. Prometí a mi madre que la terminaría...

Adriano se echó a reír, no con burla, sino como quien escucha a una niña hablando de juegos.

—Las mujeres de mi familia no necesitan títulos. Pero si te hace ilusión, no te preocupes. Haré una llamada. Esa universidad te entregará el diploma con una reverencia.

Ella no respondió. Sabía que no mentía. Y también sabía que ese poder, esa capacidad de hacer que el mundo se doblegara, no era un don. Era una amenaza.

—Mañana vendré con mis cosas, señor —dijo finalmente, sin emoción.

—No será necesario —replicó él con suavidad, pero firme—. Tu padre sabía que no regresarías. Hoy mismo iremos de compras. A partir de ahora, este es tu hogar.

Se giró hacia la puerta. Antes de salir, lanzó una última frase por encima del hombro:

—Una mucama te espera arriba. En la habitación que preparé para ti. Nos veremos en la cena.

Pausó, y su voz sonó extrañamente cálida, aunque seguía helando los huesos:

—Bienvenida a casa, Chiara Russo.

Chiara sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Subió lentamente por la escalera, sin decir una palabra, mientras el eco de su propia respiración retumbaba en sus oídos.

Su vida, hasta ese momento suya, había dejado de pertenecerle.

Ahora era la esposa del Don.

O peor aún, la sombra de una esposa muerta.

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