Mundo ficciónIniciar sesiónLos días siguientes pasaron con el ritmo silencioso de una danza tensa, dos cuerpos que se movían en el mismo espacio, pero evitaban tocarse. La presencia de Isabella en la casa de los Vellardi se convirtió en algo constante, como el sonido del viento pasando por las hendiduras de las viejas ventanas. No hacía ruido, no exigía nada. Simplemente existía. Y aun así, parecía ocupar más espacio que cualquier otra persona que Lorenzo hubiera conocido.
Aurora ahora sonreía. Una sonrisa pequeña, tímida, a veces escondida detrás de la muñeca. Pero sonreía. Todavía no hablaba; solo escribía en su cuaderno, y Isabella estaba atenta a todo.
Aquella tarde, Isabella estaba en el jardín con Aurora. Sentada sobre el césped, contaba una de sus historias inventadas, mientras la niña intentaba equilibrar pétalos sobre los hombros de su muñeca. El sol se filtraba entre las hojas altas de los árboles, dibujando sombras delicadas sobre el cabello de Isabella, que se movía con el viento.
Lorenzo observaba desde el balcón, los dedos sosteniendo una taza de café que hacía tiempo se había enfriado. La mandíbula tensa. Los ojos entrecerrados.
Ella era una amenaza.No porque hiciera algo malo. Al contrario: era demasiado buena. Buena con Aurora. Buena con su madre. Buena incluso con Marta, que normalmente era una fortaleza impenetrable. Demasiado buena para estar allí.
Odiaba la manera en que reía. La forma en que su perfume suave quedaba flotando en el aire después de que pasaba. Odiaba la manera en que Aurora le sonreía —esa sonrisa que había desaparecido. Esa sonrisa que debía ser suya. Y, sobre todo, odiaba la manera en que su cuerpo reaccionaba a su presencia.
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Lo primero que Isabella sintió al entrar en el comedor fue el frío.
No de la temperatura, sino del ambiente. La mesa era demasiado larga para tres personas. La lámpara de cristal colgaba sobre el centro como un trono suspendido, y las paredes mostraban cuadros de paisajes clásicos, hermosos pero impersonales. Todo allí exhalaba lujo, pero un lujo solitario, como si el lugar hubiese sido diseñado para impresionar al vacío.Aurora estaba sentada a la izquierda de la cabecera, con los deditos entrelazados en el regazo y la mirada atenta. Isabella se sentó junto a la pequeña, sonriendo al ver que había traído a la muñeca Cacau para cenar con ellas.
Pero fue cuando Lorenzo entró en la sala que el silencio se volvió espeso como el humo.
Caminaba con pasos firmes, la expresión impenetrable, vestido con una camisa blanca perfectamente planchada, con los dos primeros botones desabrochados. Las mangas dobladas hasta los codos dejaban ver antebrazos fuertes, recorridos por venas discretas, y el reloj oscuro en la muñeca le daba un aire de autoridad indiscutible.Sus ojos azules recorrieron la mesa y se detuvieron en Aurora. Y, finalmente, en Isabella. Ella no desvió la mirada.
—Buenas noches —dijo él, con voz baja y firme.
—Buenas noches, señor Vellardi —respondió Isabella, manteniendo la calma aunque el estómago se le retorciera.
—“Señor Vellardi” suena a testamento. Puedes llamarme Lorenzo.
Isabella parpadeó, sorprendida por la informalidad repentina. Pero su tono no era amistoso. Era... clínico, como si la estuviera poniendo a prueba.
Ella sonrió, ligera.
—Está bien, Lorenzo. Pero solo si prometes no despedirme por llamarte así.
Una comisura de su boca se alzó, casi en una sonrisa. Casi.
Aurora observaba todo en silencio, pero sus ojos decían más que cualquier palabra.
La cena comenzó.
Platos finos, cubiertos alineados. La comida parecía salida de un restaurante con estrellas, pero Isabella apenas podía probar bocado. La tensión era una pared invisible entre ella y el hombre sentado al otro lado de la mesa.
—¿Cómo te ha ido estos días, Isabella? —preguntó Antonella, rompiendo el hielo con una sonrisa cálida.
—Increíble. Aurora es una niña maravillosa. Y la casa… bueno, aún me estoy acostumbrando a su tamaño.
—Te parecerá pequeña con el tiempo —dijo Lorenzo, cortando la carne con precisión quirúrgica—. Es cuestión de perspectiva.
Isabella asintió, intentando mantener el buen humor.
—Tal vez. Solo no me responsabilizo si me pierdo en los pasillos tratando de encontrar mi habitación —dijo divertida.
—Mientras no intentes encontrar la mía —murmuró él, sin levantar la vista.
El tenedor de Isabella se detuvo en el aire. Aurora abrió los ojos con desconcierto y Antonella carraspeó.
—Lorenzo…
—Fue una broma, mamá —respondió, sin sonreír.
—Una pésima, por cierto —replicó Isabella, aún sonriendo, pero con firmeza en la voz—. Puede estar tranquilo, señor Vellardi. La única puerta que me interesa es la del cuarto de Aurora.
Lorenzo alzó los ojos y la sostuvo en silencio por unos segundos. El aire se tensó, pero había algo más allí. Quizás respeto. Disfrazado, reacio, pero real.
—Justo —dijo al fin, volviendo a cortar su comida—. Espero que mantengas esa postura. —Y yo espero que usted mantenga el sentido del humor.Aurora soltó una risita y Antonella sonrió con orgullo.
Detrás de su frialdad, Lorenzo parecía… intrigado. La niñera tenía carácter. No se inclinaba ante su nombre ni ante su dinero, y eso lo inquietaba. No era solo hermosa. Era peligrosa. El tipo de peligro que le recordaba a un hombre que aún tenía un corazón.
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Después de la cena, Antonella llevó a Aurora a cepillarse los dientes y les deseó buenas noches, dejándolos solos en la sala, iluminada apenas por lámparas laterales. Lorenzo se sirvió un whisky y se apoyó en el aparador, observando a Isabella en silencio durante unos segundos.
Ella permaneció sentada, mirando la chimenea apagada.
—Eres más joven de lo que esperaba —dijo él, por fin.
—Y usted más directo de lo que me gustaría.Él esbozó una leve sonrisa y luego bebió.
—¿Por qué quisiste este trabajo?
—Porque amo a los niños. Porque necesito trabajar. Y porque la vida no me dio el lujo de elegir.
—Honesto —dijo Lorenzo, cruzando los brazos—. Pero aun, arriesgado. Cuidar de mi hija no es un trabajo cualquiera.
—Lo he notado. Aurora es dulce y carga demasiado para una niña de solo cinco años. Me recuerda mucho a mí misma. Y, como dije antes, quiero hacer por ella lo que nadie hizo por mí.
Lorenzo la miró directamente a los ojos, sin responder. Isabella desvió la mirada de la chimenea hacia él y añadió, con serenidad:
—Pero tampoco soy una chica cualquiera.
Silencio.
Sus miradas se sostuvieron con fuerza.
—Aurora es todo lo que me queda —dijo él, por fin, con una sombra de dolor en la voz—. Ella es… lo que me mantiene en pie.
—Y le juro, con todo lo que tengo, que nunca le haré daño.
—A ella le gustas —admitió él—. No sucede a menudo.
—Y a mí me gusta ella —respondió sonriendo.
Lorenzo se acercó despacio, deteniéndose a pocos pasos de distancia. Sus ojos azules la observaban con intensidad.
—No lo olvides, señorita Fernandes… esto no es un cuento de hadas. Y yo no soy un príncipe.
—He convivido con monstruos peores —dijo ella, poniéndose de pie—. ¿Y sabe qué es curioso, señor Vellardi?
—¿Qué?
—A veces… los monstruos solo necesitan a alguien que los vea más allá de su sombra.
Se giró y se fue, dejándolo con el vaso en la mano y el sabor amargo de quien ha sido leído con precisión.
Esa noche, mientras ordenaba los juguetes en el cuarto de Aurora, Isabella sintió que la tensión se disolvía. La niña dormía profundamente, abrazada a la muñeca Cacau. Su rostro era tranquilo, su respiración era leve.
Isabella se acercó, acarició su pelo dorado y susurró:
—Prometo cuidarte, mi princesa. Aunque el mundo entero intente impedirlo.
Cuando salió del cuarto, el pasillo estaba en penumbra, bañado por una luz suave que danzaba entre las lámparas indirectas y el silencio opresivo de la casa. Sus pasos eran ligeros, casi inaudibles, como si respetaran el peso del silencio que habitaba aquel lugar.
Lorenzo la observaba desde la sombra al final del corredor, inmóvil, imperceptible. Ella no lo vio. Estaba absorta en sus pensamientos, quizá aliviada por ver a la niña dormir sonriendo, quizá cansada de la tensión que se acumulaba entre los muros de aquella mansión que ahora era su hogar temporal.
Él, sin embargo, la veía con nitidez y sentía un malestar que no sabía nombrar. Isabella caminaba con pasos serenos, el cabello ligeramente despeinado, la postura tranquila. Había en ella una dulzura que no pedía permiso. Una presencia silenciosa, firme, que no necesitaba gritar para ser notada.
Lorenzo apretó los puños dentro de los bolsillos. Algo en ella lo desarmaba. Algo que no podía controlar, y él odiaba perder el control. Había pasado años construyendo muros alrededor de todo lo que aún dolía: la cama vacía a su lado, las risas que ya no resonaban en los pasillos, la ausencia de la mujer que amaba y que, en un instante cruel, le fue arrebatada.
Desde entonces, todo era silencio, disciplina, vacío. Aurora dormía más sola de lo que debería. Y él… él sobrevivía. Hasta que esa muchacha apareció.
Con sus vestidos simples, su voz serena y su verbo mordaz. Con esa forma obstinada de mirar a Aurora como si la viera completa. Como si nada allí la asustara. Como si incluso el dolor ajeno pudiera enfrentarse con un poco de ternura.
Y la odiaba por eso. Odiaba que hiciera sonreír a Aurora con tan poco. Odiaba que lo dejara sin respuestas. Odiaba, sobre todo, el hecho de que una parte de él… quería ver más. Quería entender de dónde provenía aquella luz silenciosa. Y por qué, en medio de su oscuridad más constante, esa luz lo perturbaba tanto.
Isabella dobló la última esquina del pasillo, desapareciendo de su vista. Y Lorenzo permaneció allí, inmóvil, como si una parte de él hubiese quedado suspendida en el aire con los últimos pasos de ella.
Un pensamiento fugaz lo atravesó, cruel e inoportuno:
“¿Y si ella fuera la única capaz de hacerme sentir otra vez?”Odiaba la idea. Pero no pudo apartarla.
Y esa noche, Lorenzo Vellardi lo supo, aunque no lo dijera en voz alta:
algo había cambiado. Y ya no había marcha atrás.






