Mundo ficciónIniciar sesiónEl taxi se detuvo frente a los portones de hierro forjado, altos e imponentes, como centinelas de un mundo que no era el suyo. Un mundo inalcanzable se escondía detrás de ellos, y por un instante, Isabella se sintió demasiado pequeña para cruzar aquella frontera.
Bajó del coche con el corazón latiendo rápido y las manos temblorosas al sostener la correa del bolso. Dentro de él había dos cosas: una carta de recomendación escrita con cariño y urgencia… y una muñeca de trapo con ojos cosidos en forma de flor.
Su vestido era sencillo, azul claro como el cielo de aquella mañana. Las mangas cortas, la cintura estilizada por un lazo de satén, y la falda, que caía un poco por debajo de las rodillas, se movía con el viento. El cabello recogido en una trenza lateral, y el rostro, delicadamente maquillado, mostraba una belleza suave, de esas que no buscan atención… solo tocan.
Respiró hondo antes de presionar el interfono con los dedos sudorosos.
—Residencia Vellardi. —La voz metálica resonó. —Buenos días… soy Isabella Fernandes. Tengo una entrevista programada.Silencio por un segundo. Un chasquido, y los portones se abrieron con un chirrido que sonaba más a advertencia que a invitación. Era como si estuviera siendo arrastrada por un destino más grande de lo que podía comprender.
La casa era majestuosa, con columnas blancas y amplios ventanales de moldura negra. Un lujo clásico, frío y calculado. El jardín, impecable, parecía más un escenario que un hogar. Ningún pétalo fuera de lugar. Ninguna brizna de hierba fuera de línea. Todo allí cargaba el peso de alguien que controlaba incluso la forma de sufrir.
En la puerta principal la recibió una mujer de porte erguido, cabello gris recogido en un moño severo.
—¿Señorita Fernandes? —dijo con seriedad—. Soy Marta, el ama de llaves de la casa. Venga, la están esperando.“La están esperando…”
Isabella tragó saliva. Apretó el bolso contra el hombro y siguió por pasillos demasiado silenciosos, donde las alfombras amortiguaban los pasos y los muebles parecían piezas de museo. Cada cuadro, cada objeto, todo gritaba ausencia, silencio… dolor cuidadosamente escondido bajo barniz.
—La señora Antonella está con Aurora en la sala de juegos —informó Marta sin mirar atrás—. Están… ansiosas por conocerla.
Ansiosas.
Una palabra generosa para un lugar donde hasta el tiempo parecía avanzar con cautela.Las puertas dobles se abrieron, revelando un espacio diferente. Colorido, vivo, casi mágico.
Aurora estaba allí, sentada sobre una alfombra floreada, rodeada de juguetes… pero no jugaba. Tenía un libro cerrado en el regazo, los ojos fijos en un punto indefinido, balanceando los pies como si el tiempo no le perteneciera. Su cabello rubio caía en rizos sobre los hombros, y sus ojos azules, grandes, tenían la belleza melancólica de un cielo nublado. Parecía… ausente.
Sentada a su lado, en un sillón de terciopelo, Antonella se levantó con una sonrisa cálida.
—¡Ah, tú debes ser Isabella! —exclamó, acercándose con amabilidad—. ¡Qué linda eres, querida! Mira, Aurora…La niña alzó los ojos, pero su expresión no cambió. Solo observó, con curiosidad contenida y desconfianza. Isabella se detuvo, se arrodilló despacio, sin prisa. Sabía lo que era el miedo, lo que era la pérdida. Tendría que ir con calma, ganando la confianza de Aurora paso a paso, mirada tras mirada.
—Hola, princesa… —dijo con suavidad—. Soy Isabella. Vengo a cuidarte… si me dejas.
Aurora no respondió, no sonrió. Sus pequeños brazos apretaron con fuerza el libro contra el pecho, como si aquel objeto la protegiera de cualquier acercamiento. Isabella respetó el silencio. No intentó tocarla. Al contrario, abrió el bolso con cuidado y sacó la muñeca.
—Ella es Cacau —dijo con una sonrisa tierna—. Es nueva por aquí, pero está muy emocionada por conocerte. A Cacau le gustan las historias, las aventuras y las siestas después del almuerzo. Creo que ustedes se llevarían bien.
Aurora miró la muñeca. Luego miró a Isabella. Su mirada no era hostil. Solo… distante. Isabella mantuvo la sonrisa, inmóvil. Y entonces, lentamente, Aurora extendió el brazo, tomó la muñeca de trapo de las manos de la niñera y se levantó. No dijo nada, no sonrió. Solo sostuvo la muñeca contra el pecho con firmeza, caminó hacia un costado de la alfombra y salió de la sala, descalza, con pasos pequeños y silenciosos.
Isabella se quedó allí, arrodillada, con las manos aún extendidas en el vacío.
Antonella se acercó y suspiró profundamente.
—No te lo tomes como algo personal —dijo, sentándose junto a la joven con un suspiro de cansancio y tristeza—. Esa fue… la reacción más amable que ha tenido con alguien desde que todo ocurrió.Isabella la miró, aún sorprendida. Pero no había amargura en su rostro. Solo ternura.
—¿Cuántas niñeras vinieron antes que yo?
—Cuatro —respondió Antonella sin rodeos—. Ninguna duró más de dos semanas. Una ni siquiera logró entrar en la sala. Aurora simplemente no lo permitió. No habla con casi nadie, Isabella. Ni siquiera conmigo, que soy su abuela. Tiene sus silencios… y son profundos.Isabella respiró hondo, acomodando la falda sobre las rodillas.
—No se preocupe —dijo con una sonrisa firme, los ojos brillando de esperanza—. No me rendiré fácilmente.Antonella la observó con atención.
—Ganaré su confianza. Aunque me rechace mil veces, aunque pasen meses. Sé lo que es un corazón asustado. Lo reconozco… y puedo esperar.
La mujer mayor esbozó una sonrisa conmovida. Aquel rostro dulce, aquella voz suave… escondían una fuerza que pocas mujeres tenían.
Isabella se levantó, alisó la falda con las manos y miró hacia la puerta por donde Aurora había desaparecido.
—A veces, lo que más duele… es lo que más necesita amor.Antonella asintió.
—Y a veces… —dijo ella, mirando discretamente hacia la escalera— es lo que más teme ser amado.En lo alto de la escalera, Lorenzo permanecía inmóvil. Observaba todo desde lejos, frío, distante… y quizá, un poco perturbado. Isabella no lo vio. Pero, en ese instante, él la vio por completo. Y algo, dentro de él, comenzó a desmoronarse.







