La manija giró con un leve chasquido, y la puerta se abrió lentamente, dejando entrar la suave luz del atardecer. Isabella cruzó el umbral de la casa con pasos lentos, el rostro pálido, el cabello despeinado por el viento y los ojos humedecidos, aunque firmes. En sus brazos, bien acurrucada contra su cuello, Aurora venía en silencio, aún temblando, como si su pequeño mundo hubiera sido sacudido y ahora solo encontrara refugio en el calor de aquel abrazo.
A pesar del brazo herido, que latía sin descanso, y de la sangre que aún se deslizaba por su piel, Isabella la sostenía con ternura, como si el dolor no tuviera ninguna importancia. Porque para ella, Aurora era más liviana que el aire y, al mismo tiempo, más preciosa que cualquier tesoro.
El sonido de pasos apresurados resonó por el vestíbulo.
—¿Isa? —llamó una voz desde lo alto de la escalera.
Antonella apareció en la parte superior de los peldaños, aún sosteniendo la lana con la que estaba tejiendo, el cabello recogido en un moño f