La casa estaba en silencio. Marta ya se había ido a dormir. Isabella y Aurora, allá arriba, parecían haber encontrado la paz en el dormitorio. Pero Antonela, sin embargo, no lograba aquietarse.
Sentada al borde de la cama, con el teléfono fijo en la mano, dudó unos segundos. Pasó los dedos por el pelo, miró al techo, respiró hondo. Sabía que a él no le gustaban las llamadas fuera de hora. También sabía que probablemente contestaría con irritación.
Pero tenía que llamar. Tenía que contárselo.
Con el corazón apretado, marcó el número de Lorenzo.
Sonó dos veces. Tres. Cuatro.
La noche comenzaba a caer, tiñendo el cielo de tonos dorados, cuando el teléfono de Lorenzo vibró sobre el escritorio, entre montones de papeles, contratos y la soledad habitual de quien vive entre paredes de mármol y silencio.
Contestó sin mirar siquiera la pantalla, con la voz firme y seca de siempre:
—¿Sí? —respondió del otro lado de la línea, con el tono grave e impaciente.
—Soy yo, Antonela —respondió su madr