La habitación estaba envuelta en una penumbra suave, casi mágica. La lámpara del velador, en un rincón, derramaba un resplandor tibio y dorado que pintaba sombras delicadas sobre las paredes rosadas. Los juguetes reposaban inmóviles en los estantes, como si respetaran el silencio reverente de aquel atardecer que se transformaba lentamente en noche, una noche que parecía haberse detenido en el tiempo para albergar el momento más precioso de todos.
Isabella estaba sentada en la cama, recostada contra las almohadas, con el brazo sano apoyado en el regazo. El otro, aún vendado y palpitante, descansaba con cuidado sobre el edredón. Pero el dolor ya no era lo que importaba. Lo que llenaba su pecho ahora era otra cosa —un calor dulce, poderoso— de la presencia silenciosa y luminosa de la pequeña Aurora, sentada a su lado.
La niña estaba concentrada. Sus deditos ágiles doblaban con esmero la almohada detrás de la espalda de Isabella, intentando dejarla más cómoda. Luego acomodó la punta del e