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Capítulo 3 - Cuando las flores hablan por nosotros 

Los días pasaban despacio en la mansión Vellardi. Lentamente, como quien teme pisar sobre vidrios rotos. Desde la primera mañana, Isabella se mantuvo firme en su promesa silenciosa: no forzaría nada. Aurora era un territorio delicado, y conquistarla sería como aprender un idioma nuevo — hecho de miradas, silencios y pequeños gestos.

La niña hablaba poco. Cuando lo hacía, era con Antonella. Pero incluso la tía apenas alcanzaba fragmentos de la niña que existía antes del trauma.

Entonces Isabella comenzó por lo que sabía: la rutina. Despertaba siempre antes del amanecer. Preparaba pequeños bocadillos con frutas cortadas en formas divertidas. Dejaba el uniforme de la escuela sobre la cama, aunque Aurora se negara a ir. Leía cuentos en voz baja desde los rincones, aun sin audiencia. Cambiaba las sábanas por telas más suaves. Plantaba flores en el jardín trasero. Y dejaba siempre una silla vacía frente a sí, aunque nadie se sentara.

Poco a poco, Aurora dejó de apartar el rostro. Luego, dejó de salir de la habitación cuando Isabella entraba. Después, comenzó a quedarse cerca, aunque sin mirarla directamente. Para el mundo podría parecer poco… para Isabella era inmenso.

Antonella lo notaba.

—No habla, pero te escucha —dijo una tarde, mientras observaban a la niña jugar con Cacau al otro lado del pasillo—. Es la primera vez que alguien logra quedarse tanto tiempo sin ser rechazada.

—Estoy aquí para quedarme —respondió Isabella, sin apartar los ojos de la niña.

En la cuarta noche, Isabella colocó una almohada junto a la cama de Aurora, en el suelo del dormitorio. Durmió allí mismo, sin quejarse, después de que Antonella la encontrara llorando y negándose a dormir sola. Cuando llegó la mañana, Aurora aún no la miraba a los ojos… pero se había acercado a Cacau para que durmiera entre las dos.

El viernes, Isabella plantó brotes de lavanda en la parte trasera del jardín. Aurora la observaba desde la ventana del segundo piso. De vez en cuando desaparecía… y volvía a aparecer. Como si estuviera decidiendo algo dentro de sí.

El lunes siguiente, Antonella salió para una reunión, y la tarde cayó perezosa sobre el césped de la mansión. El cielo estaba gris claro, y una brisa suave despeinaba el cabello de Isabella mientras revolvía la tierra húmeda con las manos desprotegidas. Quitaba las hojas secas de algunas rosaledas recién podadas, tarareando bajito una canción cualquiera que su madre solía cantar cuando ella era niña.

No se dio cuenta de inmediato de que la estaban observando. Solo cuando sintió un leve movimiento a su lado, se giró despacio.

Aurora estaba allí.

De pie, en medio del jardín. Con un vestidito azul claro y la muñeca Cacau abrazada contra el pecho. El cabello rubio enmarcaba su rostro serio, pero los ojos… los ojos estaban vivos. Brillaban. Y había algo distinto en ellos.

—¿Te gustan las flores? —preguntó la niña, con voz baja, casi un susurro.

Isabella se congeló por dentro. No lo demostró. Solo sonrió. 

—Mucho. Ellas nos hablan, ¿sabías?

Aurora inclinó levemente la cabeza.

—No tienen boca.

—No la necesitan. Hablan con la forma en que crecen, con cómo se inclinan hacia el sol… o con cómo se marchitan cuando sienten falta de cuidado.

La niña bajó la mirada, pensativa.

—Esa… —Isabella señaló una pequeña planta de margarita— se llama esperanza.

—Parece frágil.

—Lo es. Pero es fuerte. Crece incluso en tierra seca, si tienes paciencia.

Aurora se agachó despacio, aún abrazando a la muñeca. Se quedó al lado de Isabella, sin tocarla, pero cerca. Muy cerca.

—A Cacau también le gustan las flores.

—Lo imaginé. Tiene una mirada curiosa.

Aurora miró a la muñeca como si realmente la estuviera consultando.

—¿Puedo ayudar?

Isabella sintió que el aire le fallaba por un instante. La garganta se le apretó, pero sonrió.

—Claro, princesa. Puedes elegir la flor que quieras. La plantamos juntas.

Aurora señaló una maceta con pequeñas flores amarillas.

—Esa es alegre. Parece… sol.

—Entonces le daremos un hogar.

Las dos comenzaron a cavar un pequeño hueco en la tierra. La niña no decía más nada, pero su respiración estaba tranquila. Los hombros, antes tan tensos, se veían relajados. Y al final, miró a Isabella y murmuró:

—Hueles a abrazo.

Isabella mordió los labios, sintiendo las lágrimas arder detrás de los ojos. Pero no lloró. No en ese momento.

—Y tú hueles a renacer, Aurora.

Cuando terminaron de plantar, la niña tocó la tierra con los deditos, como si sellara un pacto.

—A Cacau le caes bien.

—¿Y tú?

Aurora pensó un momento. Luego sonrió, por primera vez.

—Creo que sí.

Y salió corriendo por el jardín, con los rizos volando y la muñeca en brazos. Isabella se quedó allí, de rodillas, con la mano sobre la tierra y el corazón desbordando. No era una victoria. Era solo el comienzo. Pero ya era amor.

En el segundo piso de la mansión, el mundo parecía demasiado pequeño para contener las penas de aquella casa. Y aun así, en ese atardecer, había algo distinto en el aire. Una pausa en la melancolía.

Un hilo de luz atravesando los vidrios de la habitación de Lorenzo.

Él estaba allí, de pie, inmóvil, con las manos en los bolsillos del pantalón oscuro y la camisa blanca desabotonada en el cuello. Observaba sin parpadear la escena que se desplegaba en el jardín.

Aurora.

Acurrucada en la tierra, con las rodillas sucias y el cabello suelto movido por el viento, ayudaba a Isabella a plantar una flor pequeña, amarilla, junto a otras margaritas ya firmes. La muñeca Cacau descansaba en su regazo, y una sonrisa —leve, genuina, tímida— danzaba en sus labios infantiles.

Y Isabella… arrodillada a su lado, con las manos manchadas de tierra y un brillo en los ojos que no se veía en ninguna de las últimas cuatro niñeras que habían pasado por allí.

Aquel jardín, que solía ser silencioso, ahora tenía voces. Risas. Vida.

Lorenzo se quedó allí, observando en silencio, como quien presencia algo que sabe que puede perder en cualquier momento. No notó que Antonella se acercaba.

La madre se detuvo a su lado, mirando por la misma ventana. Los ojos le brillaban, pero en los labios había una sonrisa tenue.

—Se está acercando —susurró, con la voz temblorosa. 

Lorenzo no respondió de inmediato. Sus ojos permanecían fijos en su hija, pero la rigidez en su mandíbula era evidente. Algo en él quería ceder. Pero algo aún mayor luchaba por mantener el muro en pie.

—No te precipites —respondió al fin, sin apartar la mirada. La voz salió baja, firme. Casi dura.

Antonella observó el perfil.

—¿La ves, Lorenzo? —preguntó con suavidad—. ¿Ves la diferencia?

—Solo es una empleada.

—Aurora sonrió. Habló. Tocó la tierra. Hace meses que no lo hacía. —Los ojos de la madre brillaban—. Y tú sabes que no se trata solo de flores. Se trata de presencia.

—No se quedará —dijo él, aún mirando el jardín—. Ninguna se queda.

—Tal vez porque ninguna amó a Aurora antes de intentar educarla.

Lorenzo apretó los labios. La mirada firme, sin emoción.

—Los sentimientos no sostienen a nadie. Construyen ilusiones. Y luego, hunden.

Antonella suspiró, cansada. Triste.

—No eres tú quien está siendo sanado aquí, Lorenzo. Es tu hija. No le robes eso.

Él cerró los ojos por un breve instante.

—No me dejaré engañar por un gesto.

—¿Y si no es un engaño?

Lorenzo no respondió. Porque, allá abajo, la niña que creía haber perdido… comenzaba a florecer.

Y eso, ya era más de lo que él sabía soportar.

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