La heredera del aquelarre

La heredera del aquelarreES

Fantasía
Última actualización: 2025-06-28
Sharom  Recién actualizado
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Resumen
Índice

En su vigésimo primer cumpleaños, Elena descubre que no es una joven común: la sangre de un antiguo aquelarre corre por sus venas. Cuando su poder despierta, también lo hace un mundo oculto de sombras, profecías y magia ancestral. Junto a Lucía, su hermana del alma y portadora de un don que nadie esperaba, Elena deberá desenterrar secretos que fueron enterrados junto a sus verdaderas madres… y enfrentar a un traidor que casi destruyó todo. Pero el destino no solo la une con su linaje. También la enfrenta al deseo: Amadeo, un ángel caído que guarda más de una herida, y Darek, un hombre marcado por la oscuridad… e hijo de su mayor enemigo. Mientras el pasado arde y el presente se desgarra, Elena deberá elegir entre el deber, la pasión… y la verdad que puede consumirlos a todos.

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Capítulo 1

El fuego bajo la piel

Elena

Cumplí veintiún años en una noche donde el cielo se negaba a quedarse quieto.

La lluvia golpeaba el techo como si el mundo tuviera prisa por advertirme algo. Dentro de casa, los globos y las luces colgaban con alegría forzada, pero yo apenas podía fingir. Desde hace días tenía el mismo sueño… y esta vez lo había sentido más real que nunca.

Un campo de cenizas. Una figura con alas negras como la medianoche. Y mi nombre susurrado como una oración rota.

—¿Estás bien, Elenita? —preguntó Nora, mi madre adoptiva, ofreciéndome una porción de pastel.

Asentí, sonriendo sin convicción. Pero algo en mi piel ardía. Literalmente. Una sensación de calor eléctrico recorría mis dedos, como si algo dormido estuviera despertando bajo la superficie.

Fingí normalidad. Fingí ser la chica que creían que era. Pero cuando la lámpara del comedor estalló sin razón y los vasos se quebraron en sincronía, supe que no podía fingir por mucho más.

Grité, más por instinto que por miedo. Y entonces… el tiempo se detuvo.

No es una metáfora. Las gotas de lluvia flotaban en el aire, suspendidas. Mi madre dejó de moverse a medio paso. El reloj marcaba las 00:00, congelado.

Y en medio del silencio absoluto… lo vi.

Un hombre apareció entre sombras, envuelto en una oscuridad que parecía seguirlo a donde fuera. Alto, imponente, con ojos que brillaban como brasas en el vacío. Y alas. Alas negras, vastas y descomunales, que se replegaron lentamente tras su espalda.

—Elena… —dijo mi nombre como si lo hubiera estado guardando durante siglos—. Al fin.

Mi garganta se cerró. Él era real. El del sueño. El ángel caído.

—¿Quién eres? —pregunté, retrocediendo.

—El único que puede ayudarte a sobrevivir lo que viene. Tu magia ha despertado… y no eres la única que lo ha sentido.

Sus ojos brillaron con algo entre advertencia y pesar.

—Mi nombre es Amadeo. Y he roto cada regla del cielo por estar aquí esta noche.

Elena

El tiempo volvió a moverse como si nunca se hubiera detenido. Las gotas de lluvia cayeron de golpe, el reloj sonó con un “tic” estridente y el murmullo de las voces regresó. Pero Amadeo ya no estaba.

O al menos, eso quise creer.

—¿Qué pasó con la luz? —preguntó Nora desde la cocina, asomando la cabeza con preocupación. Su delantal tenía restos de crema del pastel, y sus ojos buscaban respuestas que yo no podía darle.

—No lo sé… fue como un corto o algo así —mentí.

Mi hermana, Lucía, apareció detrás de ella, abrazando un peluche viejo que no soltaba desde niña. Aunque era solo un año menor que yo, siempre pareció más frágil. Pero sus ojos me observaron con una intensidad inesperada.

—Yo vi cómo se rompieron los vasos —susurró, como si le hablara al aire—. Pero tú no los tocaste.

—Lucía… —empezó a decir Nora, en tono de advertencia.

—No estoy diciendo que fue su culpa. Solo… pasó algo. Lo sentí.

Ese “lo sentí” se quedó flotando entre nosotras. Y yo, sin saber cómo, supe que Lucía tenía razón. Que había sentido más de lo que decía.

Esa noche subí a mi cuarto temblando, no de frío, sino de algo más profundo. Me encerré y frente al espejo, lo vi: la marca.

Un símbolo como quemado en mi piel, bajo la clavícula. A veces desaparecía si parpadeaba. Pero su pulso era real. Como si estuviera… vivo.

—¿Qué me está pasando? —murmuré al reflejo, como si esperara que mi imagen tuviera respuestas.

Y entonces, como si el pensamiento lo invocara, Amadeo estaba en mi ventana.

No hizo ruido. No golpeó el vidrio. Solo apareció, como si la sombra lo hubiera parido.

—¿Sabes lo que eres, Elena? —preguntó.

—No. Pero empiezo a sospechar que nunca fui quien creí ser.

Él entró, caminando como si flotara. Y por primera vez, mis instintos me gritaron que no estaba del todo a salvo.

—Hay quienes te protegerán —dijo—. Y hay quienes querrán usar lo que eres.

—¿Y tú? ¿Qué eres tú?

—Un traidor al cielo. Un guardián sin causa. Un condenado.

Antes de que pudiera procesarlo, la puerta de mi habitación se abrió de golpe.

—¿Con quién hablas? —era Lucía.

Amadeo se desvaneció en el acto. No como alguien que se esconde, sino como un suspiro de humo.

Lucía me miró. Sus ojos brillaban.

—Él no se fue. Solo cambió de lugar. Lo sé.

—¿Tú lo viste?

Asintió.

Por primera vez en días, quise llorar.

Quise confesarle todo. Pero antes de que pudiera hablar, el aire de la casa tembló. Luces parpadeantes. Un susurro sordo en el piso de abajo.

—¿Mamá? —gritó Lucía.

Y algo… algo subió las escaleras.

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