El ritual fue sencillo.
No hubo ceremonia lujosa, ni discursos interminables. Solo un círculo de piedras bajo los árboles, flores silvestres recogidas por Lucía, y una antorcha encendida por las manos de Amadeo.
Ailén descansaba envuelta en telas blancas, sobre una losa de piedra. A su alrededor, símbolos antiguos trazados con polvo de Saelith y raíces. El fuego no la consumía; la elevaba.
—El fuego no se apaga —dijo Elena, con la voz serena pero firme—. Cambia de forma. Arde en nosotros ahora.
Elena sostenía una carta, escrita con tinta roja y bordes de magia. La había encontrado en el fondo del relicario de Ailén, protegida por un sello que solo se rompía con su tacto. No la había leído aún. Quiso hacerlo allí, frente a todos.
La abrió.
Y leyó.
**“Si estás leyendo esto, es porque lo que vi en mis visiones se cumplió.
No llores, Elena. No te culpes. No me salvé del destino, pero sí de la cobardía.
Morí como viví: protegiendo lo que amo.
Vi ese momento mucho antes de que llegara. La