Elena despertó con el primer rayo de sol filtrándose entre las enredaderas. La casa parecía respirar en silencio. Lucía ya estaba vestida, sentada junto al ventanal, observando el bosque como si esperara que algo se moviera entre las sombras.
—No pude dormir —admitió, sin girarse—. Soñé con la mujer del retrato. No me hablaba, pero señalaba el libro… y detrás de ella, todo ardía.
Elena se incorporó con el corazón acelerado. —Yo también la soñé.
No hablaron más. A veces, el silencio compartido decía más que cualquier palabra. Bajaron juntas al comedor, donde Amadeo ya las esperaba. El café humeante sobre la mesa era el único gesto de calidez en su expresión tensa.
—Tenemos que salir pronto —dijo, sin rodeos—. El sendero hacia la costa no es fácil. Y no estamos solos, aunque lo parezca.
El coche negro los esperabal. La carretera se estrechaba con cada kilómetro, dejando atrás el bosque para dar paso a colinas barridas por el viento. El paisaje cambiaba con rapidez: árboles torcidos, cam