—¿Y tú simplemente vas a seguirlo? —La voz de Lucía temblaba, pero no por miedo a Amadeo, sino por la grieta que se abría entre ellas—. ¿Ni siquiera vas a dudar un segundo?
Elena, aún de pie frente a él, bajó lentamente la mano que había extendido para tomar la suya. Miró a su hermana. Lucía tenía los ojos cargados de una furia contenida, de esa clase de dolor que no se grita, pero que arde igual. —No es eso… —empezó Elena, aunque no sabía cómo terminar esa frase. ¿Cómo podía explicarle que sentía dentro de sí una llama que no se apagaba, que su cuerpo respondía a Amadeo como si lo conociera de antes de nacer? —Entonces ¿qué es? —Lucía dio un paso hacia ella, su luz parpadeando como si también dudara—. Porque yo no entiendo nada. De pronto hay magia, linajes secretos, una profecía, un hombre que parece una sombra con ojos… y tú… tú pareces como si todo esto fuera lo que esperabas toda tu vida. —Tal vez lo esperaba —dijo Elena, con una honestidad que dolía—. Tal vez algo dentro de mí sabía que no encajaba, que este mundo no era del todo mío. Lucía retrocedió un paso, como si esas palabras la golpearan más fuerte que un hechizo. —¿Y yo entonces? ¿Qué soy para ti? ¿Un accidente en tu historia mágica? —No digas eso —replicó Elena, acercándose—. Tú eres mi hermana. La única que entiende lo que es crecer con preguntas sin respuesta. —¡Pero no las quería así! —gritó Lucía, y en su pecho estalló un resplandor blanco, como si la luz doliera también—. No quería tener que convertirme en algo que no pedí. No quería esta… “misión”. El silencio se hizo espeso. Nora los observaba desde la puerta, sin intervenir, porque sabía que era un momento que debía suceder. Amadeo permanecía quieto, pero había un leve brillo en sus ojos. Como si aquella discusión no le fuera indiferente. —Puedes quedarte —dijo Elena en voz baja, con la garganta cerrada—. Pero yo no puedo. Algo en mí… algo en el fuego me dice que no puedo huir. Lucía apretó los puños, con lágrimas brillando. —Y yo… necesito huir, aunque sea un poco. El grupo caminaba por el sendero de tierra húmeda que se abría entre los árboles, iluminado apenas por la luz de la luna. El aire estaba cargado de magia, como si el bosque entero los escuchara. Lucía iba unos pasos detrás, en silencio. Aunque no había dicho que sí, había salido tras ellos. No por confianza… sino porque algo más oscuro parecía acecharlos desde la distancia. Amadeo no había hablado hasta ahora. Caminaba con una calma inhumana, como si supiera que cada paso los llevaba hacia algo inevitable. —Sienten el temblor, ¿verdad? —dijo finalmente, sin volverse—. Esa vibración bajo la piel. Esa descarga que no controlan. Elena asintió, casi con alivio de que alguien por fin pusiera palabras a lo que sentía. Lucía no respondió. —Eso no es poder —continuó él—. Es desorden. Energía sin forma. Sus dones despertaron antes de tiempo… y sin guía, serán más una maldición que una bendición. Lucía alzó la voz, cansada de tanto misterio: —¿Y tú vas a enseñarnos? ¿Un ángel caído que aparece de la nada? ¿Por qué deberíamos confiar en ti? Amadeo se detuvo. Se giró hacia ellas. Por primera vez, parecía cansado. Humano, casi. —Porque no tienen tiempo. Porque otros también las buscan. No por lo que son… sino por lo que podrían llegar a ser. Elena tragó saliva. —¿Quiénes? —Aquellos que quieren romper el equilibrio —dijo Amadeo—. Aquellos que conocen la profecía. Y entre ellos, hay uno que ya ha visto tu fuego, Elena. Y uno que desea la luz de tu hermana como arma. Lucía frunció el ceño. —¿Entonces somos piezas de un juego? —No —respondió Amadeo—. Ustedes son el tablero entero. El silencio cayó como una losa. —Tienen que aprender. Tienen que recordar lo que está dentro de ustedes. La magia no es un don, es una lengua que deben reaprender, un músculo que necesita disciplina. Si no lo hacen, otros lo harán por ustedes. —¿Dónde iremos? —preguntó Elena, sintiendo un leve temblor en sus manos. El fuego volvía a agitarse bajo su piel. Amadeo levantó la mirada al cielo, donde una línea de estrellas parecía brillar con una geometría perfecta. —A un lugar donde ni la luz ni la oscuridad mandan. A la frontera entre los reinos. Ahí comienza el verdadero aprendizaje. Lucía finalmente habló, con un hilo de voz. —¿Y si no quiero aprender? Amadeo la miró, sin juicio. —Entonces serás una llama sin control. O peor… una luz apagada por otros.