La visión se desvaneció como el humo que se disuelve al viento. Elena cayó de rodillas sobre la tierra fría del claro, con el pecho agitado. A su lado, Lucía jadeaba, aún con las lágrimas marcándole el rostro. El Círculo de runas a su alrededor parpadeaba con una luz azul tenue, como si también estuviera agotado.
—¿Viste lo mismo que yo? —murmuró Elena. Lucía asintió lentamente. —Eran nuestras madres… y esa sombra. Ya no sé quién soy, Elena. Ya no sé quién eres tú… El crujido de ramas rompió el silencio. Amadeo apareció entre los árboles, con la gabardina negra agitándose como alas. Sus ojos grises las recorrieron con rapidez, como si comprobara que seguían enteras. —El Círculo mostró más de lo que esperaba —dijo con gravedad—. Es hora de llevarlas a un lugar seguro. —¿Llevarnos? ¿A dónde? —preguntó Elena, incorporándose con dificultad. —Hay una casa al norte del bosque. Está protegida por sellos antiguos, un refugio del viejo aquelarre. Las respuestas que buscan pueden estar allí. -Vengan. No estamos solos en este bosque. Sin más explicación, las guió a través de un sendero oculto tras un muro de espinos. Tras caminar unos minutos en completo silencio, llegaron a una pequeña cabaña camuflada entre los árboles. Detrás de ella, un coche negro con los vidrios polarizados aguardaba. —¿Y esto? —preguntó Lucía, desconfiada. —Lo dejé preparado por si algo salía mal. No soy tan imprudente como parezco —dijo Amadeo con una leve sonrisa, que no le llegó a los ojos. Los tres subieron sin más palabras. El viaje fue silencioso. Ni siquiera el motor interrumpió la sensación de que algo había cambiado dentro de ellas. Media hora después, el coche se detuvo frente a una casa de piedra cubierta de enredaderas. No era grande, pero su presencia imponía respeto. —Están seguras aquí. Nadie las encontrará… por ahora —dijo Amadeo. Lucía bajó primero. Elena la siguió, pero al tocar el suelo, algo dentro de ella se agitó. Como si los cimientos de esa casa reconocieran su sangre. —¿Qué es este lugar? —Es algo así como un refugio, una biblioteca o simplemente lo que necesitemos, tus antepasados lo construyeron para que se adaptara a las necesidades de todo aquel que llevara la marca del aquelarre. Lucía se acercó a una vitrina de cristal. Dentro, un colgante con forma de luna descendente descansaba sobre terciopelo rojo. Elena se quedó mirando un retrato antiguo colgado en la pared: una mujer de rostro fuerte, con cabello castaño oscuro y ojos grises como los suyos. La pintura estaba agrietada por el tiempo, pero esa mirada, Sentía que la observaba. —¿Quién es ella? —preguntó en voz baja. —Se llamaba Mirela. Una de las líderes del aquelarre. Tu abuela, probablemente. Aquí guardaban el saber que no debía caer en manos enemigas. Lucía acarició distraídamente un libro abierto sobre una mesa. Las letras estaban escritas en un idioma antiguo, pero algo en su interior parecía entenderlo. —Es como si todo me resultara familiar —murmuró. Elena se detuvo frente a una puerta cerrada al fondo de la biblioteca. Estaba hecha de madera negra, con runas talladas en espiral. Al tocarla, un leve destello recorrió los grabados y un chasquido suave liberó el pestillo. Se abrió sola. Detrás, había un único objeto en el centro: un pedestal de piedra y, sobre él, un libro grueso, encuadernado en cuero oscuro. La portada estaba marcada con un símbolo que Elena no conocía… pero no le sorprendió ya que todo esto era nuevo para ella. Tres círculos entrelazados por una línea en espiral. —Ese símbolo… lo vi en la visión. Estaba tatuado en el brazo del traidor. Amadeo pareció tensarse por un segundo. —Entonces es peor de lo que creía. Elena se volvió hacia él. —¿Qué significa? Amadeo no respondió de inmediato. Caminó hasta el borde de la sala, pensando. —Ese símbolo pertenece a una orden antigua. Fueron expulsados del aquelarre hace siglos, por practicar magia prohibida. Y si lo llevaba el hombre de tu visión… entonces el traidor quizás… no actuó solo. Elena sintió que todo el aire de la sala se volvía más denso. Lucía le tomó la mano con firmeza. —Sea quien sea ese traidor, Estamos juntas en esto. Elena asintió. Por primera vez en mucho tiempo, no se sentía sola. Elena pasó la mano por la cubierta del libro. Era áspera, con marcas de uso y tiempo, como si muchas manos lo hubieran abierto antes… y ninguna hubiera querido volver a hacerlo. Las letras del símbolo central seguían brillando débilmente, como brasas que no se apagan del todo. —¿Estás segura? —preguntó Lucía, con los ojos fijos en la portada. —No —respondió Elena—. Pero hay que buscar respuestas. Abrió el libro. Las páginas estaban cubiertas de escritura. No eran letras normales, ni símbolos que pudieran reconocerse fácilmente. Cada trazo parecía moverse ligeramente al mirarlo demasiado tiempo, como si estuviera vivo. Como si no quisiera ser leído. —No entiendo nada —susurró Lucía, frustrada—. Ni siquiera sé si esto es un idioma. Amadeo se acercó y bajó la vista. —Es antiguo. Muy antiguo. Lo hablaban los primeros aquelarres antes de la gran división. No puedo traducirlo… pero quizás se quién puede. —¿Quién? —preguntaron al unísono. —Una mujer. Vive en la costa, alejada del mundo desde hace décadas. Algunos dicen que perdió la razón. Otros, que es una guardiana de las lenguas más antiguas y olvidadas. Elena cerró el libro con cuidado, como si tuviera miedo de romperlo. —Entonces iremos a verla. Cuanto antes.