La verdad encendida

La puerta de la cocina se cerró con un golpe seco. Elena sentía aún la electricidad recorriendole los dedos, como si el fuego que había despertado en ella no quisiera apagarse del todo. A su lado, Lucía tenía los ojos iluminados por una luz blanca suave, casi dorada. Ninguna hablaba. No hacía falta.

Nora estaba frente a ellas, con las manos manchadas de harina y los ojos cargados de una tristeza antigua. Era la misma mujer que les había cantado para dormir, la que les enseñó a leer el viento antes de la lluvia, a distinguir los sueños buenos de los que debían olvidarse. Pero en ese instante, parecía más una sombra que una madre.

—¿Qué hiciste, mamá? —preguntó Elena, con la voz quebrada, pero firme—. ¿Qué somos?

Lucía se adelantó un paso. Había un aura protectora a su alrededor, como si su cuerpo emitiera un escudo translúcido. Nora parpadeó, y luego bajó la mirada al suelo.

—Ya no puedo ocultarlo —susurró—. No después de lo que pasó anoche… ni después de lo que estás empezando a ser, Elena. Y tú, Lucía… tu luz ha despertado antes de lo previsto.

Elena se cruzó de brazos, apretando los dientes.

—Dilo de una vez.

Nora respiró hondo. Se acercó al fregadero, cerró el grifo que goteaba y se apoyó sobre la encimera, como si cada palabra que iba a decir le pesara en el alma.

—Ustedes no son hijas del azar. Fueron elegidas, traídas a este mundo por una causa que va más allá de cualquier vida común. Elena… tú perteneces al linaje de las Brujas del Velo. Las que guardan el equilibrio entre la magia y el caos. Y Lucía… tú eres la descendiente de las Portadoras de la Llama Blanca, protectoras de la vida y la pureza del alma.

Lucía ladeó la cabeza, confundida.

—¿No somos hermanas?

Nora negó lentamente.

—Lo son en el corazón, en la crianza… pero no por sangre. Ambas fueron confiadas a mí por razones distintas. El aquelarre las mantuvo ocultas para protegerlas, esperando el momento en que sus dones despertaran.

—¿Y por qué ahora? ¿Por qué todo empieza ahora? —dijo Elena, sintiendo el pulso acelerado en las sienes.

—Porque la profecía ha comenzado a cumplirse —dijo Nora, finalmente mirándolas con un brillo roto en los ojos—. Y con ella… viene el regreso del que cayó del cielo, y de la sombra que quiere apagarlo todo.

Un golpe seco contra la ventana las hizo girar al unísono. Las luces de la cocina parpadearon una, dos veces… y luego se extinguieron, sumiéndolo todo en una penumbra azulada. El aire se volvió más denso, cargado de electricidad. Elena sintió cómo los cabellos de su nuca se erizaban.

Nora dio un paso atrás. Sabía lo que venía.

Lucía alzó instintivamente las manos, y un resplandor cálido comenzó a envolverlas, como si pudiera escudar la habitación entera con su luz.

Pero no fue necesario.

La sombra se materializó lentamente junto al umbral de la puerta trasera. No entró por la fuerza. Simplemente… apareció. La oscuridad se curvó a su alrededor como si le obedeciera. El fuego tenue de la chimenea pareció inclinarse levemente hacia él, como reconociendo su presencia.

Era Amadeo.

—No deberías haber venido —susurró Nora, la voz cargada de reproche y temor.

—No tenía elección —respondió él, con ese tono grave que parecía mezclar todos los idiomas del mundo—. Ella está cerca. Más de lo que creen.

Elena sintió un tirón en el pecho, como si su sangre reconociera algo que su mente aún no podía nombrar.

—¿Quién? —preguntó.

Amadeo se volvió hacia ella. Sus ojos, más oscuros que la noche, se suavizaron solo por un segundo.

—La otra heredera. La que fue marcada para el mismo destino que tú. Y no está sola.

El silencio cayó como un manto. Lucía bajó lentamente sus manos, aunque la luz seguía rodeándola, palpitando como un corazón abierto.

—¿Vienes a advertirnos… o a arrastrarnos a lo que viene? —preguntó ella, desconfiada.

Amadeo sonrió apenas, una línea triste en su rostro perfecto.

—Ambas cosas. No tienen más tiempo. Esta noche, el velo entre mundos se ha debilitado. Si no vienen conmigo, ella las encontrará primero.

Elena dio un paso hacia él. No sabía por qué confiaba en él, pero lo hacía. Era como si algo en lo más profundo de su ser lo recordara, incluso cuando su mente gritaba que era un extraño.

—¿A dónde nos llevarás?

Amadeo extendió la mano, y por primera vez, Elena vio las runas brillando bajo la piel de su brazo. Antiguas, vivas, ardientes. Como si cada una tuviera voz propia.

—Al lugar donde todo comenzó. Y donde todo podría terminar.

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