Mundo de ficçãoIniciar sessãoVirginia es una abogada brillante, pero en el amor nunca ha tenido suerte. Todo cambia cuando un pequeño choque de auto en Londres la lleva a conocer a Arturo: atractivo, misterioso y capaz de desarmarla con una sola mirada. Lo que empieza como un accidente se convierte en una pasión arrolladora. Días de besos robados, confesiones y un amor tan intenso que parece un sueño. Pero un giro inesperado la arrastra hacia lo imposible. Tras desvanecerse al cruzar un antiguo arco en los cerros, Virginia despierta en otra época: Inglaterra, 1813. Un mundo extraño, con normas rígidas, vestidos largos y costumbres que no entiende. Atrapada en un tiempo que no es el suyo, cree haber perdido a Arturo para siempre. Hasta que lo vuelve a ver. El mismo rostro. La misma sonrisa. El mismo hombre… ¿o no? ¿Será el destino que los unió más allá del tiempo? ¿O una cruel ilusión destinada a romperle el corazón? Virginia tendrá que elegir entre aceptar ese amor imposible en un siglo que no le pertenece o encontrar el camino de regreso a su vida. Pero cada mirada de Arturo, cada roce de sus manos, hace que escapar sea cada vez más difícil. El amor que nació en Londres… ¿podrá convertirse en un amor inmortal? Respiración Nucleófila es una historia de pasión, destino y segundas oportunidades que te hará creer que, cuando dos almas están destinadas, ni el tiempo puede separarlas.
Ler maisEl aire húmedo y fresco de la garganta de Cheddar rozaba las mejillas de Virginia, enrojeciéndolas y provocando una sensación de hormigueo en el rostro. El sendero serpenteaba entre rocas escarpadas y paredes de caliza que se alzaban como guardianes milenarios de un secreto antiguo. Cada paso resonaba en el silencio del cañón, roto solo por el murmullo lejano de un riachuelo y el crujido de las botas contra la grava. Había decidido hacer aquella excursión sola, convencida de que en la soledad encontraría la paz que tanto necesitaba. Sin embargo, apenas comenzada la caminata, ya se estaba arrepintiendo.
Dos días antes, un giro del destino le había presentado a un hombre que parecía arrancado de las páginas de sus novelas favoritas: Arturo. Lo había conocido en Londres de la forma más absurda y peligrosa posible, cuando, distraída como siempre, cruzó una calle con el semáforo en verde para los autos. Un coche estuvo a punto de atropellarla, pero fue él quien la apartó de un tirón, salvándola de una desgracia. Ese instante quedó marcado en su memoria como una aparición divina. Era su propio señor Darcy, moderno, encantador y con una mirada que parecía atravesarle el alma.
Virginia nunca había creído en los flechazos, pero en esas cuarenta y ocho horas comprendió lo que significaba que alguien se volviera indispensable en tan poco tiempo. Aún así, allí estaba, caminando entre riscos y soledad, en vez de compartir un té inglés con su nuevo amor. Todo porque su TOC, esa necesidad incontrolable de completar listas, la empujaba a cumplir con el itinerario que había diseñado para su viaje.
Mientras avanzaba, levantaba el móvil una y otra vez para capturar paisajes y momentos inolvidables: paredes de roca que parecían talladas por manos gigantes, sombras que dibujan formas imposibles, cielos que se teñían de un azul intenso. La garganta tenía una belleza agreste, primitiva, que la fascinaba tanto como la intimidaba.
A lo lejos, distinguió una formación rocosa que sobresalía como un arco natural. Sintió la necesidad de acercarse, como si algo en su interior la llamara, como si alguien invisible la empujara hasta allí. A medida que avanzaba hacia aquella estructura, un dolor de cabeza punzante comenzó a crecer en sus sienes. Primero un leve malestar, luego un martilleo insoportable que le nublaba la visión. Virginia apretó los labios, intentando ignorarlo, pero cada paso la debilitaba más. Finalmente, la oscuridad se cernió sobre ella y perdió el conocimiento.
Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en el sendero. El olor a humedad había desaparecido, sustituido por un hedor penetrante a alcohol rancio, mugre y algo que no podía detectar pero olía horrible. La rodeaban literas oxidadas y sábanas sucias que parecían no haber sido lavadas en semanas. El murmullo de voces lejanas, toses ásperas y el chirriar de algo metálico completaron un ambiente irreal. Virginia parpadeó, intentando enfocar. Estaba en un cuarto sombrío, iluminado apenas por un par de velas que titilaban contra las paredes.
Parecía ser un hospital, o lo que fuera aquel lugar, no tenía nada de la pulcritud y el orden que ella conocía. El techo estaba ennegrecido por el humo de velas mal apagadas, y las paredes, manchadas de humedad, parecían sudar. El aire estaba cargado de una mezcla insoportable de sudor, fiebre y desesperanza. Podía escuchar, en un ala más lejana, los lamentos apagados de hombres heridos, quizás soldados, y el rezongo de alguien que rezaba un padrenuestro entrecortado.
Unos pasos se acercaron. Una mujer con cofia y delantal, con gesto severo, se inclinó hacia ella. —¿Recuerda su nombre? —preguntó con una voz ronca, gastada por el cansancio.
Virginia se enderezó como pudo, todavía aturdida. —Sí… Me llamo Virginia. Y… ¿podrían encender la luz, por favor? Está demasiado oscuro aquí.
La mujer frunció el ceño, como si no entendiera de qué hablaba. —No es hora de encender candelas —respondió secamente.
Fue entonces cuando Virginia lo notó. La ropa que llevaba ya no era la suya. Su pantalón de senderismo y su chaqueta habían desaparecido. En su lugar, llevaba una especie de camisón áspero, tejido con lino basto. El corazón comenzó a golpearle en el pecho con violencia.
Antes de que la enfermera se alejara, Virginia reunió valor para preguntar: —¿Qué día es hoy?
La mujer la miró, desconfiada. —Miércoles. Trece de octubre.
—¿De qué año? —insistió, con un hilo de voz.
La respuesta cayó como un trueno. —De 1813.
Virginia se quedó helada. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Cerró los ojos con fuerza, repitiéndose que todo era un sueño. Un mal sueño. Que en cualquier momento despertaría en su habitación de hotel, con el móvil vibrando y un mensaje de Arturo deseándole buenos días.
Virginia comprendió al día siguiente cuando abrió los ojos nuevamente y seguis en la misma cama, con una punzada de terror, que se encontraba en una especie de hospital, aunque uno muy lejano de lo que conocía. Quizás un asilo. Quizás algo peor. El tiempo se había quebrado, y ella había caído en un pasado que no entendía.
En el lecho de al lado, un anciano tosía con tanta fuerza que parecía romperse por dentro, mientras una mujer joven balbuceaba palabras ininteligibles, delirando con fiebre. A lo lejos, unos gritos militares se colaban por las ventanas cerradas, como si la guerra estuviera más cerca de lo que ella podía imaginar. Y entonces lo comprendió: el año 1813 no era cualquier fecha. Europa estaba sumida en conflictos, en un mundo dominado por el poder de ejércitos y monarcas, donde la medicina apenas podía curar lo básico y la vida de una mujer soltera podía pender de un hilo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Si aquello era real, ¿qué pasaría con ella? ¿Cómo sobreviviría en un tiempo donde no pertenecía, sin tecnología, sin derechos, sin nadie que la protegiera? Recordó el rostro de Arturo, su mirada intensa y la ternura con la que la había tomado de la mano apenas dos días antes. Una parte de ella se aferró a ese recuerdo, como si pudiera ser su ancla. Pero otra, más oscura, le susurraba que ese mundo nuevo estaba lleno de peligros, y que su llegada no era casualidad.
Un grupo de enfermeras entraron a la habitación con una mujer gritando del dolor. Y en ese instante, Virginia supo que su vida estaba a punto de cambiar para siempre.
Ya no era una turista con ansiedad y un itinerario por cumplir. Era una intrusa en un siglo extraño, en un mundo donde los relojes no marcaban la hora, sino el destino. Un destino en el que las guerras rugían, los secretos se ocultaban tras muros húmedos y los lazos del amor podían ser lo único capaz de sostenerla.
Y ese destino acababa de comenzar
Capítulo 96 — Advertencias veladas y ecos de familiaEl despacho del conde de Derby apenas había recuperado el silencio tras la partida de Virginia cuando un golpe seco y decidido resonó en la pesada puerta de roble. El conde, que permanecía de pie frente a la chimenea observando cómo las llamas consumían un tronco de leña, no se giró de inmediato. Sabía quién era. Había citado al joven Esteban Neville con la misma urgencia con la que había recibido a su pupila, aunque por motivos radicalmente distintos.— Adelante —dijo con voz grave, girándose finalmente para encarar la entrada.La puerta se abrió y Esteban Neville entró. Su figura, habitualmente relajada y jovial, se notaba tensa esa noche. Llevaba el traje de cena ya puesto, impecable, pero había en su mandíbula una rigidez que delataba su estado de ánimo. Sabía que esta no era una invitación social; era una citación.— Señor —saludó Esteban con una reverencia corta, casi militar—. Me llegó su nota indicando que me esperaba en su
Capítulo 95 — La Jaula de oro y las leyes de hierroEl conde de Derby desmontó con la ayuda de un mozo de cuadra. Se sacudió el polvo de la chaqueta y se ajustó los guantes, con esa dignidad inquebrantable que lo caracterizaba. A su lado, el marqués de Northfolk y el duque de Richmond intercambiaban comentarios breves sobre la jornada, manteniendo una cortesía fría pero impecable. Apenas puso un pie en el primer escalón de la entrada, un empleado de librea se acercó con paso rápido y silencioso, llevando una pequeña bandeja de plata.— Mi lord —dijo el sirviente en voz baja—, la señorita Herbert ha solicitado que se le entregue esto apenas usted llegara.El conde tomó la nota doblada. Reconoció la caligrafía de Virginia al instante. La desdobló allí mismo, bajo la luz de los faroles que acababan de encenderse.“Señor, le ruego que me conceda unos minutos antes de la cena. Necesito hablar con usted en privado sobre un asunto que no admite demora. Lo esperaré cerca de su despacho.”El
Capítulo 94 — Depredadores en el bosqueLos ladridos de los perros de caza resonaban a lo lejos, frenéticos y ansiosos, marcando el ritmo de una jornada que, para los observadores casuales, no era más que una tradición aristocrática. Sin embargo, bajo la superficie de caballerosidad y deporte, se libraba una cacería muy distinta. Allí, entre robles centenarios y senderos cubiertos de escarcha, los hombres no solo buscaban presas animales; buscaban verdades, alianzas y debilidades.El conde de Derby cabalgaba en la retaguardia, con una postura relajada que desmentía su edad. Desde su posición privilegiada lo observaba todo. Conocía a cada uno de los hombres presentes, sus linajes, sus fortunas y, lo más importante, sus carencias. Veía la tensión en los hombros del marqués de Northfolk, la ansiedad apenas disimulada de Esteban Neville y la calculada arrogancia del recién llegado, el señor Harrison. Era un viejo pícaro, sí, pero un pícaro sabio que sabía que el bosque, con sus sombras y
Capítulo 93 — Tardes que revelan más de lo que ocultanComo los hombres regresarían tarde de la cacería —algo que en la residencia Derby ya era una tradición casi inamovible—, Charlotte, Virginia y Olivia decidieron aprovechar la tarde para visitar a Clara. Era una caminata agradable, a través de un sendero que recorría parte del bosque y bordeaba el arroyo. Sin embargo, Olivia no parecía tan complacida como las otras dos.— No entiendo por qué debemos ir hasta la choza del doctor Smith y Clara —preguntó mientras avanzaban—. ¿No sería más cómodo que ella viniera a la residencia Derby?Virginia contuvo un suspiro. Las palabras de Olivia no le sorprendían. A pesar de todo lo que atravesaba en su vida, había algo que parecía no haber cambiado en absoluto: la forma en que veía a quienes no pertenecían a su círculo social.— Clara está descansando —respondió Virginia con suavidad—. Y además… está embarazada. No lo ha dicho aún, pero estoy casi segura. No podemos pedirle que camine tanto.
Capítulo 92 — Nuevas visitas en el condado de DerbyMientras los hombres participaban en la cacería, el ambiente en la residencia Derby era mucho más apacible. La señorita Charlotte Peyton y la señorita Virginia Herbert se encontraban compartiendo un desayuno tardío en el salón principal. Las dos jóvenes disfrutaban de la relativa calma que la ausencia de los caballeros siempre traía consigo.Charlotte bebía un sorbo de té cuando Virginia, mirando por la ventana hacia los extensos jardines, comentó con un suspiro:— No me gusta la caza como actividad de recreación.Charlotte arqueó una ceja, divertida.— ¿Y eso te sorprende? Si fueras por ahí entusiasmada por disparar a un pobre animal indefenso, yo sería la primera en pedir que llamaran a un médico.Virginia sonrió débilmente, pero negó con la cabeza.— Nunca he participado en una, ni siquiera he tocado un arma alguna vez. Y espero que nunca tenga que hacerlo.Charlotte dejó la taza en su plato con un leve clink.— Es una actividad q
Capítulo 91 — Quiero estar seguro que él sea el indicadoAcababa de amanecer cuando todos los hombres reunidos en la casa salieron a cabalgar hacia el bosque para la jornada de caza. Iban el conde Derby, el duque de Richmond, el marqués de Norhtfolk, sir Neville, el doctor Smith, el reverendo del condado y un par de invitados adicionales que habían llegado la noche anterior. Era un grupo nutrido, variado, casi una mezcla improvisada de influencias y propósitos ocultos.El reverendo —astuto y consciente de que aquellas ocasiones eran perfectas para cultivar amistades estratégicas— se mantenía cerca del marques de Northflok. Sabía que un día, cuando el joven heredara por completo su título, podría ser un aliado valioso para sus distintos proyectos parroquiales. El doctor Smith, por su parte, parecía más interesado en analizar el comportamiento de los jóvenes aristócratas que en disparar a un venado.Solo uno parecía no tener interés alguno en el paisaje ni en la conversación general: Ar
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