Ailén encendió una vela negra en el centro de la sala. Su llama oscilaba sin viento. El libro descansaba aún cerrado, pero las runas de la portada latía con un ritmo irregular, como si algo debajo de la piel de cuero quisiera salir.
—No es la traducción lo que necesitan primero —dijo Ailén—. Es saber de dónde vienen en realidad. Solo así podrán soportar lo que el libro contiene.
Lucía y Elena se sentaron frente a ella. El ambiente estaba tenso, reinaba la ansiedad y a la vez el miedo de saber la verdad.
—Sus madres no eran solo parte del aquelarre. Eran guardianas. Elegidas por la profecía. Cada una tenía una función sagrada: proteger el linaje, sellar el saber y custodiar a la heredera… o al heredero.
—¿Entonces la profecía hablaba de más de una posibilidad? —preguntó Elena.
—Siempre lo hace —respondió Ailén—. Las profecías no son mapas. Son advertencias. Y los caminos cambian según quién las interpreta.
La anciana se inclinó hacia adelante, bajando la voz:
—La madre de Lucía… se lla