El cielo amanecía enrojecido. No era el color de un nuevo día, sino de advertencia.
Elena se despertó sobresaltada por un ruido seco, como un trueno lejano. Pero no era tormenta. El suelo vibraba. Ailén irrumpió en la habitación con el rostro lívido.
—Nos encontraron.
Lucía saltó de la cama. Amadeo entró tras ella, los ojos convertidos en acero puro.
—No hay tiempo. Deben correr. Ahora.
—¿Y tú? —preguntó Lucía.
—Yo los detendré.
—No vas a morir por nosotras —dijo Elena, firme.
Amadeo la miró. Por un instante, sus ojos se suavizaron solo para ella.
—No pienso morir. Pero si los atrapan… esto termina.
Les entregó un amuleto pequeño a cada una. Piedra oscura, con una runa tallada.
—Esto las mantendrá ocultas un tiempo. Usen el bosque. Corran sin mirar atrás. Y pase lo que pase…
Los muros estallaron con una explosión de fuego negro.
—¡Corran!
El bosque era una maraña de ramas, raíces y niebla. Elena corría junto a Lucía, con el libro envuelto bajo el brazo, los latidos golpeándole en los