Donde la memoria duerme

El sendero terminó abruptamente en un claro oculto por muros naturales de piedra y ramas entrelazadas como raíces vivas. Había una quietud espesa, como si el tiempo ahí adentro transcurriera distinto. En el centro, un círculo de runas brillaba débilmente, grabadas en la tierra misma. Entre ellas, flotaban luces diminutas, como luciérnagas hechas de memoria.

Lucía soltó un suspiro de asombro. Por un instante, su luz pareció responder a ese lugar. Como si algo allí la reconociera.

Amadeo entró primero, como si ese espacio le obedeciera, y dijo en voz baja:

—Aquí no pueden encontrarlas. Este lugar está entre los mundos. Fue creado por los antiguos para entrenar a los herederos del Velo… pero nadie ha pisado este suelo en siglos.

Elena apenas lo escuchaba. Algo en ella palpitaba con fuerza. No era miedo. Era hambre de respuestas.

Se acercó al centro del círculo, donde una piedra cubierta de líquenes parecía servir de altar o mesa de ritual. Al rozarla, las runas brillaron con intensidad. Como si la reconocieran.

—¿Quiénes eran? —preguntó de pronto, sin apartar la mirada del centro—. Mis padres verdaderos. ¿Quiénes eran… y por qué murieron?

Amadeo no respondió de inmediato. Caminó lentamente hacia ella, sus ojos más oscuros de lo normal.

—Eran parte del aquelarre original. Poderosos. Valientes. Pero traicionados desde dentro.

Elena apretó los puños.

—¿Por quién?

—Por alguien que también tenía sangre del Velo… pero que eligió la oscuridad.

Lucía se acercó, en silencio. Aunque no lo dijera, también quería saber.

—¿Por qué yo? —susurró Elena—. ¿Por qué piensan que soy la heredera?

Amadeo la observó un momento. Luego alzó una mano y del aire surgió un hilo de fuego dorado que trazó una figura sobre la piedra: un símbolo antiguo, un ojo envuelto en llamas.

—Porque naciste marcada. La noche en que viniste al mundo, el cielo ardió. Las runas se activaron solas. Ninguna otra niña ha llevado el fuego bajo la piel desde la caída de la última Bruja del Velo. Hasta tú.

Elena se sintió como si se hundiera en sus propias venas.

—¿Y si no quiero serlo?

Amadeo se acercó hasta que estuvo a su lado. No le tocó, pero su presencia era abrumadora.

—No se elige ser la heredera. Solo se elige qué hacer con ello.

Elena:

-¿Y que se supone que debo hacer? hace apenas nada, era una chica normal y ahora se supone que soy una heredera de un aquelarre del cual no se absolutamente nada.

-Tengo tantas preguntas y tan pocas respuestas, tu eres un ángel caído, y se supone que debo confiar en ti pero no se nada de ti, no se nada de nada, todo esto es tan confuso.

Elena no se había apartado aún del círculo de runas. Sentía que la piedra bajo sus pies respiraba, como si su alma estuviera conectada con algo más grande, más antiguo. Lucía la observaba en silencio, inquieta, como si una verdad que no pedía comenzara a abrirse paso.

De pronto, el suelo tembló suavemente. Un pulso. Luego otro.

—¿Qué está pasando? —preguntó Lucía.

Amadeo alzó la vista.

—El círculo las ha aceptado. Y les está mostrando lo que el mundo olvidó.

Las runas brillaron con fuerza, envolviéndolas en una luz dorada y blanca entrelazada. Elena sintió que su cuerpo se elevaba apenas del suelo, como suspendido. Lucía quiso retroceder, pero no pudo. La magia las reclamaba.

Y entonces lo vieron.

Estaban en una habitación que no era de este tiempo. Velas encendidas por docenas, un techo de piedra, y al fondo, dos mujeres sentadas una frente a la otra. Una, de ojos grises como la tormenta, sostenía a una recién nacida envuelta en un manto rojo. La otra, de piel cálida y ojos de miel, acunaba una niña que brillaba con luz propia incluso al dormir.

—El fuego y la luz —susurró una de ellas—. Nacidas en la misma luna. Diferentes, pero unidas por el destino.

—¿Estás segura? —preguntó la otra, con lágrimas en los ojos.

—Si las criamos juntas, creerán que son hermanas. Y cuando llegue el día… quizás no se destruyan.

Elena y Lucía se miraron. Eran ellas.

La visión cambió. Ahora veían humo, fuego, gritos. Alguien gritaba: “¡Corran, escóndanlas!”. Y luego, las mismas dos mujeres que antes las sostenían, lanzando un hechizo de protección con sus últimas fuerzas, justo antes de ser rodeadas por una sombra de ojos rojos.

La escena se disolvió en oscuridad.

Volvieron al claro de entrenamiento jadeando, como si hubieran corrido a través de siglos. Lucía cayó de rodillas, con lágrimas deslizándose por su rostro.

—No eran nuestras madres… pero sí lo fueron —murmuró—. Se conocían. Nos criaron juntas… nos amaban.

Elena no sabía qué decir. Solo se acercó a ella y la abrazó. Por primera vez, Lucía no se resistió.

Amadeo se mantuvo en silencio, pero en sus ojos brillaba un respeto silencioso. La magia había hecho su parte.

—Ahora entienden —dijo por fin—. Sus historias nacieron separadas, pero fueron entrelazadas por amor. Y por miedo.

—¿Quién era la sombra? —preguntó Elena, aún temblando.

Amadeo respondió con voz grave:

—Aquel que quebró el aquelarre. Aquel que aún vive. El traidor.

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