Mundo de ficçãoIniciar sessão—¿Camely? —exclamó Zacarías, y todos los presentes giraron para mirar.
La mujer estaba aún en el suelo, con restos de pastel y glaseado pegado en su vestido color marfil.
Zacarías, alarmado, corrió hacia ella y la ayudó a ponerse de pie.
El silencio duró apenas un segundo, hasta que una voz chillona rompió la tensión.
—¡Ay, creo que se resbaló por querer comerse otro pedazo de pastel! —exclamó Gala, con un tono fingidamente dulce, el tipo de dulzura que esconde veneno.
Varias risas se escucharon entre los invitados.
—¡Oh, la gordita saltó sobre el pastel como una cucaracha voladora! —gritó alguien al fondo.
Las carcajadas se esparcieron como una llama encendida en pólvora.
El rostro de Camely se encendió, primero de vergüenza, luego de furia.
Sus ojos, humedecidos por la humillación, se alzaron hacia Gala. Sin pensarlo, se lanzó sobre ella y la abofeteó con todas sus fuerzas.
—¡Mentirosa! ¡Tú me empujaste! Dijiste que eres amante de mi marido —gritó, con la voz quebrada entre el llanto y la rabia.
Un murmullo recorrió el salón.
Algunos invitados ya tenían sus teléfonos en alto, grabando la escena.
Gala se llevó la mano a la mejilla, fingiendo sorpresa y dolor.
—Camely… yo… no sé de qué hablas, soy solo como la hermanita de tu marido, lo has entendido mal, yo solo quería ayudarte —balbuceó, dejando caer unas lágrimas perfectamente medidas.
La suegra de Camely, Romina, intervino enseguida, indignada.
—¡Camely! Discúlpate ahora mismo. Estás haciendo el ridículo.
Camely buscó con desesperación la mirada de Zacarías.
—Juro que no miento —dijo, la voz quebrada—. Ella me empujó.
—Zac, yo no hice nada —respondió Gala, con un gesto de víctima—. Pero si debo pedir perdón para calmar las cosas, lo haré.
Esa falsa humildad bastó para que todos se pusieran de su lado.
Zacarías frunció el ceño.
—Basta ya —dijo con voz autoritaria—. Todos vuelvan a sus lugares. Continuemos con la fiesta.
Camely lo miró, sin entender por qué él no la defendía.
Pero antes de que pudiera hablar, Zacarías la tomó del brazo con firmeza y la sacó del salón.
Afuera, ella aún tenía el vestido manchado de betún y el cabello revuelto.
—¿Acaso no te dije que mi imagen es importante? —le reprochó él, con la voz cargada de frustración—. ¡Soy un CEO, Camely! Mi padre estaba allí, todos los socios también… mírate cómo quedaste.
—¿De verdad eso es lo que te importa? ¿Tu imagen? —susurró ella.
—Esto fue un error. Conozco a Gala desde hace años, y no haría algo así —añadió él, esquivando su mirada—. En cambio, tú… te falta humildad.
Camely sintió que el alma se le caía a pedazos.
—¿No me crees?
—Ve a casa. El chofer te espera afuera. Te veré luego.
Él se alejó sin mirar atrás.
Camely sintió una lágrima resbalarle por la mejilla.
“Tonta…”, pensó con amargura.
“Esa tal Gala es su verdadero amor. Orson tenía razón. ¿Qué hombre podría amar a una gordita como yo?”
La voz de su hermano la sacó de sus pensamientos.
—¡Vamos, tonta! —gruñó Orson Delmar mientras la tomaba del brazo—. Te llevaré a casa.
Su mirada era dura, casi cruel.
—¿Puedes hacer algo bien en tu vida, Camely? —continuó—. Te conseguí un buen marido, un hombre atractivo, deseado por muchas, con apellido de abolengo. ¿Por qué tienes que arruinarlo todo?
Camely lo miró con tristeza.
—¿Por qué me odias tanto, Orson? No soy mamá.
Por un segundo, él dudó. En su rostro se mezcló algo de rencor, pero también una sombra de culpa.
—Sube al auto —dijo finalmente.
El trayecto fue silencioso.
Camely se abrazó a sí misma, mirando por la ventana mientras las luces de la ciudad pasaban veloces, como si el mundo siguiera adelante sin ella.
Al llegar a su nueva casa, Orson la miró con gesto frío.
—Pronto vendré —le dijo—. Hablaremos sobre la herencia.
—¿Por eso me obligaste a casarme? ¿Para poder cobrar la herencia de papá? —preguntó ella, apenas conteniendo las lágrimas.
Él suspiró.
—Camely, necesitamos nuestro dinero y seguir nuestras vidas. Además, ya no tendré que hacerme cargo de ti. El esposo que te conseguí es bueno, no va a estafarte. Y aunque lo dudes, cuentas conmigo.
Ella lo miró con incredulidad.
—Solo… salva a mi nana María. No dejes que ella muera.
—Ya dije que lo haré —respondió él, antes de girarse y marcharse.
Camely se quedó sola.
Entró en la casa silenciosa, se dejó caer en un sofá y se cubrió el rostro.
La tristeza la aplastó como una losa.
Por un instante, había creído que podía ser feliz, que ese matrimonio sería una nueva oportunidad. Pero no. Todo era una farsa.
***
Mientras tanto, en el salón de la fiesta, las risas habían vuelto.
Zacarías caminaba entre los invitados, despidiéndose con cortesía.
Su padre, el señor Andrade, lo observaba con desaprobación.
—Hablaré con Gala —dijo—. Esa muchacha se comporta como una niña caprichosa. Estoy seguro de que tuvo algo que ver con lo que pasó a tu pobre esposa.
—Déjala, padre —respondió Zacarías, cansado.
—No, hijo. Justamente porque todos son tan indulgentes con ella, se cree intocable. Necesita un límite. Y tú, deja de jugar a dos bandos. Eres un hombre casado ahora. Quiero verte comportarte como tal. Tienes a una buena esposa que no dudó de que su hermano te apoyara en la empresa, valora lo que tienes.
Zacarías asintió con solemnidad.
—Te lo prometo, padre.
Estaba a punto de marcharse cuando una mano suave se posó en su brazo.
Era Gala.
—¿Ya te vas? Lamento todo lo que pasó —preguntó con un puchero perfectamente ensayado.
—Olvídalo, debo irme, mi esposa me espera —respondió él con frialdad.
—Oh, Zac… solo brinda conmigo, ¿sí? ¿O acaso me odias tanto como ella? —su tono era dulce, casi infantil.
Zacarías suspiró.
—No te odio.
Tomó la copa que ella le ofrecía. Brindaron, bebieron.
Una sonrisa ligera se dibujó en los labios de Gala.
—Déjame acompañarte al auto —dijo, acercándose más de lo necesario.
Zacarías dudó, pero aceptó.
Cuando salieron, el aire de la noche era fresco.
Él respiró profundo, intentando despejar la confusión que comenzaba a nublarle la mente.
De pronto sintió algo extraño: un calor subiendo desde su pecho hasta sus sienes, una especie de mareo placentero.
—¿Qué… me pasa? —preguntó, llevándose una mano a la cabeza.
Gala sonrió con malicia.
“Esta noche será nuestra luna de miel, Zac… no la de tu gorda esposa”, pensó.







