Mundo de ficçãoIniciar sessãoLa gente aplaudió con entusiasmo.
Los pétalos caían como lluvia dorada sobre la alfombra blanca que conducía a la salida de la iglesia.
Camely apenas podía procesar lo que ocurría; sus pasos parecían no pertenecerle. Zacarías tomó su mano con firmeza, sin mirarla, y la guio fuera del templo.
El auto de bodas aguardaba frente al pórtico, con las puertas abiertas y el chofer de pie.
Subieron.
Apenas el coche arrancó, el silencio se volvió una losa entre ambos.
Camely miró por la ventana, el reflejo de su rostro confundido en el cristal, mientras afuera las luces de la ciudad parpadeaban.
Zacarías, a su lado, no apartaba la vista del camino.
Su perfil era duro, impecable.—Te pido que saludes a las personas en el salón —dijo finalmente con voz seca, sin mirarla—. Son gente importante para mí. Nada de escándalos, ni bromas, ni gestos fuera de lugar. Mi imagen es fundamental, Camely. Si vas a ser la señora Andrade, deberás comportarte como tal.
Su tono era más una orden que una petición.
Camely tragó saliva.
Su boca se secó de golpe, pero logró asentir.
—Lo haré… sé cómo comportarme —murmuró.
Él giró apenas el rostro y la observó con frialdad.
No era la mujer más hermosa del mundo, lo sabía, pero había en ella algo limpio, algo que no se compraba con dinero.
Su piel era suave, sus mejillas redondeadas y rosadas como duraznos, y sus ojos, de un azul suave, recordaban el color del mar.
Zacarías asintió lentamente.
—Está bien. Confío en pocas personas… pero voy a confiar en ti.
Aquella frase, tan simple, hizo que algo en el pecho de Camely se encendiera.
Era la primera vez que alguien como él —poderoso, apuesto, inalcanzable— le decía que confiaba en ella.
El corazón le latió más rápido.
Para alguien sin raíces, sin familia, sin nadie que la esperara al llegar a casa, esas palabras eran una pequeña luz.
Cuando el coche se detuvo frente al salón de recepción, los flashes comenzaron a dispararse.
Camely sintió vértigo.
Su vestido blanco, con encaje y tul, se movía con el aire.
Firmaron el acta de matrimonio, intercambiaron una sonrisa que apenas duró un segundo, y entraron al salón tomados del brazo.
El maestro de ceremonias anunció el primer baile de los novios.
Camely lo miró, con pánico.
—¡No sé bailar! —susurró con voz temblorosa.
Zacarías esbozó una sonrisa mínima, casi imperceptible.
—Solo sígueme.
La tomó de la mano, colocó su otra mano en la cintura de ella, y comenzó el vals.
Camely sintió su respiración acelerarse.
El mundo desapareció.
Las luces bajaron y el sonido del piano llenó el aire.
No existía nada más que la sensación del calor de su mano, el perfume caro de su traje y la firmeza con la que la guiaba.Durante esos breves minutos, creyó que todo podía ser real.
Que él, quizás, algún día la miraría con ternura.Cuando la música terminó, la gente volvió a aplaudir.
Camely sonrió, aliviada.
Él también.
Por un instante, todo pareció normal.
Después saludaron a los invitados.
Camely intentaba recordar los nombres, sonreír, comportarse.
Algunos la miraban con curiosidad; otros, con burla disimulada.
Los murmullos eran inevitables.
“¿Esa es la esposa del señor Andrade?”,
“No parece de su tipo… es tan gorda y poco agraciada”,
“Qué vestido tan exagerado…”.
Ella los escuchaba, fingía no hacerlo, apretando el ramo con fuerza.
Zacarías se alejó un momento para un brindis con un socio.
Camely quedó sola, como una extraña en su propia boda.
Deambuló como un fantasma, y se alejó de todos, para sentirse por un momento segura.
Fue entonces cuando una mujer de vestido rojo se acercó con una copa en la mano.
Tenía una sonrisa tan perfecta como venenosa.
—Qué novia tan… grande —comentó, mirándola de pies a cabeza con una sonrisa en los labios nada gentil—. Dime, ¿cuánto costó tu vestido? Se ve… enorme, debe haber sido muy caro.
Camely entendió el doble sentido de inmediato.
Respiró hondo, sonrió con cortesía y respondió:
—Muy caro, sí. Como soy rica, puedo comprar todo lo que quiera. Espero que tú también puedas hacerlo… cuando te cases.
La mujer sonrió con una mueca de desdén.
—Claro, incluso compraste un marido. Por cierto, soy Gala Duran, ¿ya sabes quién soy? Lástima. No todas pueden ser las novias. Algunas tenemos que conformarnos con ser… la otra.
Camely frunció el ceño. La forma en que lo dijo le heló la sangre.
—¿Cómo dices? ¿Quién dices que eres?
Gala acercó su rostro, su perfume fuerte le golpeó.
—Soy la amante. La innombrable. Pero recuerda algo, querida: las esposas pasan, las amantes somos imborrables.
Su voz sonó como un veneno derramándose despacio.
—Soy el amor prohibido de tu marido, la dueña de su cuerpo y de su mente. Tú solo eres la gorda que compró un marido con dinero.
Camely retrocedió un paso, sintiendo cómo se le desmoronaba la ilusión que apenas empezaba a florecer.
—Eso es mentira… —susurró.
—¿Mentira? —rio Gala con desprecio—. Mírate, pobrecita. Tan ingenua, tan tonta. ¿De verdad crees que Zacarías Andrade se casaría por amor?
La observó de arriba abajo con desprecio.
—Por favor mírate, ¡obesa! Lo único que sabes hacer es… ¡Comer pastel!
Camely abofeteó a la mujer, tan fuerte, que ella la miró con horror.
Antes de que Camely pudiera decir más, Gala la empujó con violencia.
Camely tropezó hacia atrás, intentando aferrarse a algo, pero solo encontró el aire.
Un grito ahogado escapó de su garganta antes de sentir el golpe blando del pastel de bodas bajo su espalda.
El salón entero quedó en silencio. Todos se acercaron.
Las risas sofocadas comenzaron a escucharse.
El blanco del vestido manchado de betún, las flores caídas, el adorno de azúcar rodando por el suelo.
Camely sintió que todo giraba contra ella.







